En su casona colonial de Colina, Pablo Johnson —el banquetero icónico de los años 90, el que puso de moda a los mozos universitarios jóvenes y guapos, el que se hizo cargo de la bienvenida a Cecilia Bolocco recién coronada como Miss Universo, el que montó recepciones para reyes y comidas para presidentes, desde Fidel Castro hasta Bill Clinton— hoy pasea algo absorto por su magnífica huerta, bajo un frío sol invernal. Acompañado por su perro Apollo, observa tranquilo las acelgas, las lechugas y las rosas en ese oasis que ocupa tres de las cinco hectáreas y media del lugar.
—Es un jardín, no un parque —precisa Johnson, 59 años, aún rubio, aún flaco, con el pelo tomado en una pequeña coleta y de jeans, botines y suéter negro y un discreto pañuelo estampado al cuello.
Los lentos ciclos de la naturaleza parecen devolverle algo de paz. Han sido tiempos difíciles para él y su familia. Ya dentro de la casa, mientras comparte una taza de té, revela un episodio que aún lo afecta: su hermano mayor decidió quitarse la vida, agobiado por problemas económicos, hace apenas un par de meses.
—Tenía 61 años y seis hijos increíbles— dice Johnson, con la voz temblorosa y los ojos húmedos, en este salón largo y cálido—. Él estaba con una depresión terrible hace años. Se había mejorado, pero bueno, pasaba arriba y abajo, arriba y abajo, hasta que para el Año Nuevo dijo: “No quiero ver a nadie, estoy con una depresión terrible”. Fue la primera vez que lo decía así, siempre era como más escondido.
Cuando su hermano se suicidó, Pablo Johnson también atravesaba una etapa complicada. En 2018 se había visto obligado a vender la casa de calle Bustamante, donde vivió durante 22 años. “El castillo”, como solía llamarla, nunca llegó a ser el centro de eventos que imaginaba.
—Al comprarla, decidí que iba a ser mi proyecto de vida. Pensé que me iba a ir increíble.
Muy pequeña para matrimonios y demasiado grande para eventos de empresas, su idea no prendió. “Al final, ya estaba un poco atrapado en el castillo”, dice. Hoy, en ese lugar hay un hoyo profundo donde se construirá un edificio más.
—Compré esa casa para que no la botaran y terminé botándola yo —agrega con un gesto amargo—. No era monumento nacional, pero era de 1907. Había sido la biblioteca del Registro Civil. Yo sentía que había comprado una joyita. Era como estar en Nueva York: horrible por fuera, pero entrabas y era una cuestión increíble. Traté de que alguien la comprara, una fundación o algo así, pero no hubo caso. Me comió lo inmobiliario, porque todo tiene su precio. No podía mantenerla, no soy millonario.
Desde entonces, Johnson vive en Colina, en esta antigua casa roja de adobe a la que llama “Casona Reina Sur”. La compró hace dos décadas no para vivir, sino como locación para fiestas y eventos. Aquí tiene una hectárea destinada al estacionamiento, una carpa para 550 personas y hasta una pequeña iglesia propia que él, nacido en una familia Opus Dei, describe como “un regalo de Dios”.
En 2018, además de vender la casa de Bustamante, Johnson dice que cerró su empresa, desilusionado por los cambios que experimentaba el mercado.
—Hace unos 10 años, la gente empezó a mostrarme fotos de Pinterest y a decirme “yo quiero esto”. Todavía me quedaba clientela que creía en mi estilo, pero ahora las cosas cambiaron. Cambió la decoración, la estética del país. Y yo me quedé con la artesanía.
Esta decisión implicó despedir a prácticamente todos los empleados (78), algunos de los cuales trabajaron con él por más de 30 años.
—Tuve que sacarlos a todos —dice—. El proceso me costó mucho porque yo trabajaba codo a codo con ellos. Cuando empecé en esto, yo mismo sacaba la basura. Yo meto la mano al water. Limpio los ceniceros y lo hago con agrado. No me molesta atenderte a ti en la mesa y decirte “mira, tienes un perejil aquí” (muestra sus dientes). Todas esas cosas yo las hago, porque no le tengo miedo a nada.
Hoy, Johnson vive del arriendo de su casa en Colina para otros eventos —“un poco jubilé”, dice— y ocupa su tiempo en la mantención del lugar, con la ayuda de una familia peruana que vive con él. En una de las muchas bodegas de la casona aún guarda los pilares de madera pintada de blanco que estaban al centro de los salones de Bustamante, como si fueran los últimos vestigios de su época de oro en la banquetería.
Johnson llegó a la banquetería casi por casualidad. En los veranos de su adolescencia solía trabajar en el restorán que sus tías tenían en Parral, en la Región del Maule. También le ayudaba a su madre, quien hasta hoy, con 83 años, está a cargo de los almuerzos del colegio Los Andes. Ahí, dice, le tomó el gusto a lo que llama “el servicio”: la unión entre cocina, atención y puesta en escena, que lo hizo diferenciarse de la escasa oferta en banquetería que había en Chile hacia fines de los 80.
En 1979, a los 19 años, cuenta que tuvo que irse de su casa. No da muchos detalles acerca de ese momento: se remite a decir, simplemente, que su “estilo de vida” no era compatible con el clima más bien conservador que reinaba en la familia Johnson, entonces propietaria de un gran paño de terreno en Huechuraba.
—No me quedaba otra —recuerda—. En la casa había que cumplir las reglas, y yo no quería cumplirlas.
Aun así, deja entrever que su homosexualidad tuvo mucho que ver.
—Yo nunca toqué mi tema gay con ellos. Nunca se atrevieron a hablarlo, porque no se hablaba. En la generación anterior a mí, los gays salían fuera del país o los mandaban para afuera (…). Los papás no sabían cómo abordarlo. No tenían información. Y se sentían culpables, porque había que echarle la culpa a alguien. Así era.
Recuerda que el primero en saberlo fue su hermano fallecido.
—Él me pilló. Alguien le contó y me encaró… Obviamente trató de encontrar el porqué, y terminó diciéndome: “Me da lo mismo lo que seas, pero que seas feliz”. Después les conté a mis otros hermanos.
Se marchó entonces a vivir a un departamento en la comuna de Providencia, pero siguió en contacto con su familia. Su madre le ayudó dándole trabajo. Según relata, comenzó comprando las verduras para los casinos escolares que ella atendía (en esos días, también tenía a su cargo el comedor del Tabancura) y pronto llegó a tener como clientes a ocho colegios. Así, juntó suficiente dinero para vivir y pagarse sus estudios de hotelería en el Inacap, que sus padres nunca quisieron costear, dice.
—No me dejaron estudiar eso. Mi mamá me dijo: “No te pagué el colegio para que aprendas a hacer camas”. O algo así. Yo le contesté: “Si usted es cocinera, ¿por qué yo no puedo?”.
La hotelería era, por entonces, una opción que no estaba en el radar de los jóvenes de su entorno social.
—Soy de la primera generación que estudió algo relacionado con la cocina, con el servicio. Las banqueteras anteriores a mí eran la señora que quedó viuda, la señora que sabía hacer el pavo —ironiza.
En el departamento de Providencia armó una cocina y comenzó a hacer comidas para grupos pequeños. También tomó clases con las maestras de la época: Verónica Blackburn, quien fue una de sus grandes amigas, y Pilar Bacarreza. Hasta que en 1986 llegó la ocasión que puso su nombre en boca de todo el ABC1 chileno: Casa 86, un evento de decoración que se montó en la casa de los Matte, en el barrio El Golf. Ahí se hizo cargo, durante los días que duró la muestra, del restorán. Armado en el garaje, rápidamente atrajo todas las miradas por su ambientación rústica, algo poco usual por entonces, donde los buenos restoranes tenían estilo clásico y mantel largo. Ese hecho marcó el debut de Pablo en las páginas de vida social de diarios y revistas, donde pronto se convirtió en un personaje infaltable.
Algunos años después, tras el fin de la dictadura, Johnson ya era reconocido como el maestro de ceremonias del boom noventero, a cargo de lanzamientos de perfumes de lujo, autos caros, desfiles de Rubén Campos y Luciano Bráncoli y recepciones presidenciales. La frase “cóctel por Pablo Johnson” impresa en las invitaciones se convirtió en un plus.
Por esos días, dice, también cocinaba en las casas de las familias más ricas de Chile, como los Luksic y los Said.
—Tuve algunas ventajas que supe aprovechar bien. Lo que aprendí, los contactos, el colegio al que fui, y también ser gay. (Eso) estaba como un poquito de moda —reconoce.
Durante casi tres horas de conversación, habla más de decoración que de comida. De la importancia del ambiente, antes que de los camarones, el cordero o las verduras envueltas en papel de arroz con las que sorprendió en tiempos en los que el menú de rigor en las fiestas eran papas con carne recocida.
—Soy un arquitecto frustrado. Totalmente frustrado. Porque en el fondo, lo que yo hago es interiorismo —explica.
Quizá el lugar de la casa donde más se nota esto sea su pieza, que mira hacia la huerta. La cama, con una colcha artesanal de colorido intenso, está en el centro del cuarto, no apoyada contra un muro, justo frente a la ventana que da al jardín. A un lado hay un televisor de tamaño discreto; al otro, una chimenea, los troncos armónicamente dispuestos en una repisa en obra.
Aunque no vive con él, Johnson comparte este espacio con su pareja, el banquetero Pablo Bagnara, socio de Bagnara & Margozzini, con quien está hace 10 años. Asegura que, pese a la misma profesión, hablan poco de trabajo y que no está en sus planes casarse. Dice que no está en la batalla por ese derecho ni por la posibilidad de adoptar.
—Me habría gustado ser papá. Lo pensé en una época. Pero el problema es en qué colegio pones a tus hijos. La gente no está preparada para eso. O sea, a mí me gustaría tenerlos en los mismos colegios donde mis hermanos tienen a los suyos, pero no se puede. A lo mejor en otro nivel social se podría (…). Además, ¿qué haces con un hijo aquí? —dice dando una rápida mirada a sus jarrones de cerámica, a sus arreglos florales, a sus cojines con fundas artesanales a telar—. Soy como antiguo, ¿cachái? Un gay antiguo. Viví en una familia católica y no tengo ningún rollo con eso. Normalmente, la gente gay es como anticatólica, antitodo; yo no. La gente gay siempre se ha sentido muy discriminada, pero yo nunca tuve problemas en ese sentido. Al revés, tenía muchos problemas con el gueto gay, porque se juntan entre ellos nomás, y a mí me gusta tener amigas, amigos.
En su familia, el tema de su homosexualidad no se tocó abiertamente hasta que se hizo ineludible, recuerda. Ocurrió en 1990, cuando murió Ricardo —un ingeniero comercial que fue su pareja por más de 12 años— como consecuencia de una enfermedad asociada al sida, en una época en que aún primaban los prejuicios y el desconocimiento en torno al virus.
—Solo ahí se tocó el tema. Tuve que enfrentarlo. Mis papás querían mucho a Ricardo, lo conocían, participaba en mi casa. (Para ellos) era como un amigo, pero era muy raro, porque era mucho mayor que yo. Nueve años mayor.
Johnson cuenta que Ricardo le ocultó su diagnóstico hasta el final, de modo que cuando se enteró, asumió que él también estaba enfermo. Y mucha gente pensó lo mismo, agrega.
—Fue bien pública esta cuestión. O sea, pública pero escondida. Se supo todo esto porque él era conocido y yo también. La gente comentaba. Nadie me preguntó si yo estaba sano, nunca, pero sentí que hablaban por detrás. Pensé que mi trabajo se iba a ir a la mierda por los prejuicios.
Lo primero que hizo, una vez que Ricardo le reveló su enfermedad, fue llamar a sus hermanos para contarles que estaba contagiado, aun cuando no tenía ninguna certeza ni confirmación médica. Solo después se hizo el test y el resultado dio negativo. El profundo alivio que sintió, recuerda, lo cambió para siempre.
—Fue abrir un papel y volver a nacer.
Lo que vino después fue una explosión de creatividad. Johnson dice que se sintió más libre que nunca, y más seguro de sí mismo y de su trabajo. Si antes se adaptaba poco al gusto de los clientes, ahora lo hacía mucho menos. Fue una estrategia exitosa que lo tuvo en la cúspide del mercado durante casi una década.
—Había adquirido experiencia y me dejaban hacer lo que yo quería —dice, recalcando cada palabra.
Para entonces, había comenzado a hacer sus primeras fiestas de matrimonio y el regreso a la democracia en el país, dice, lo ayudó a despegar.
—Los eventos empezaron cuando Pinochet se fue. Primero cocinaba para los dueños de los bancos, cosas chicas, pero después llegaron las empresas extranjeras y ahí me fui como avión. Trabajaba de lunes a lunes. Dentro de todo esto, yo fui cambiando un poco el paladar de la gente. Fui parte del desarrollo del país, del cambio.
Se asoció con la florista Francisca Lira. Juntos organizaron celebraciones en las que lo natural era la tónica: Johnson distribuía cientos de frutas sobre grandes mesones a modo de decoración, mientras Francisca Lira sorprendía con grandes floreros transparentes donde, por ejemplo, ponía una cala solitaria. Mientras tanto, en las mesas, él se lucía con sus platos de camarones ecuatorianos, que recién llegaban a Chile, y con el esperado ritual de los postres: la música se cortaba y entraban los mozos en fila, como si se tratara de patinadores artísticos, cargando tortas de chocolate, troncos de castañas y parfaits de dulce de leche.
Pero de a poco las exigencias de los novios comenzaron a provocarle escozor, dice.
—Una cosa que siempre odié era eso de “el mejor”, “quiero el mejor matrimonio”. A mí me gustaba que me dijeran: “Quiero un buen matrimonio”. No el mejor. Porque sentía que eso era como competir, y me molestaba.
Cuenta que le pedían cada vez más dorado, más fastuosidad, más exceso, y que las fiestas se parecieran a las que habían hecho otros. Ese escenario comenzó a decepcionarlo y no quiso adaptarse.
—Cumplí un ciclo con la cocina y toda esta cosa —concluye—. Trabajé 36 años. Me costó ene asumir y desarmar las bodegas en diciembre. Tuve una depresión lógica. Porque yo creé un estilo que duró mucho tiempo, y cuando después la gente empezó a pedir otras cosas, me dije: quiero hacer lo que ofrecí siempre. Hace 10 años todavía quedaba clientela que creía en mi estética y me mantuve hasta el final en lo simple, en el gusto por la naturaleza. Pero ahora las cosas cambiaron. Decidí retirarme de la banquetería en un buen momento.
El último gran evento comandado por Johnson fue la cena oficial de la cumbre de la Celac (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños) que se celebró en Santiago, en enero de 2013. Dice que en la Cancillería ni siquiera le preguntaron qué iba a hacer, que confiaban ciegamente en que sabría representar lo chileno. Y ahí estuvo él, aún rubio, aún flaco, decorando todo con gredas de Quinchamalí, con flores de espino, con objetos de mimbre, con bandejas de madera de Pucón.
—Es un jardín, no un parque —precisa Johnson, 59 años, aún rubio, aún flaco, con el pelo tomado en una pequeña coleta y de jeans, botines y suéter negro y un discreto pañuelo estampado al cuello.
Los lentos ciclos de la naturaleza parecen devolverle algo de paz. Han sido tiempos difíciles para él y su familia. Ya dentro de la casa, mientras comparte una taza de té, revela un episodio que aún lo afecta: su hermano mayor decidió quitarse la vida, agobiado por problemas económicos, hace apenas un par de meses.
—Tenía 61 años y seis hijos increíbles— dice Johnson, con la voz temblorosa y los ojos húmedos, en este salón largo y cálido—. Él estaba con una depresión terrible hace años. Se había mejorado, pero bueno, pasaba arriba y abajo, arriba y abajo, hasta que para el Año Nuevo dijo: “No quiero ver a nadie, estoy con una depresión terrible”. Fue la primera vez que lo decía así, siempre era como más escondido.
Cuando su hermano se suicidó, Pablo Johnson también atravesaba una etapa complicada. En 2018 se había visto obligado a vender la casa de calle Bustamante, donde vivió durante 22 años. “El castillo”, como solía llamarla, nunca llegó a ser el centro de eventos que imaginaba.
—Al comprarla, decidí que iba a ser mi proyecto de vida. Pensé que me iba a ir increíble.
Muy pequeña para matrimonios y demasiado grande para eventos de empresas, su idea no prendió. “Al final, ya estaba un poco atrapado en el castillo”, dice. Hoy, en ese lugar hay un hoyo profundo donde se construirá un edificio más.
—Compré esa casa para que no la botaran y terminé botándola yo —agrega con un gesto amargo—. No era monumento nacional, pero era de 1907. Había sido la biblioteca del Registro Civil. Yo sentía que había comprado una joyita. Era como estar en Nueva York: horrible por fuera, pero entrabas y era una cuestión increíble. Traté de que alguien la comprara, una fundación o algo así, pero no hubo caso. Me comió lo inmobiliario, porque todo tiene su precio. No podía mantenerla, no soy millonario.
Desde entonces, Johnson vive en Colina, en esta antigua casa roja de adobe a la que llama “Casona Reina Sur”. La compró hace dos décadas no para vivir, sino como locación para fiestas y eventos. Aquí tiene una hectárea destinada al estacionamiento, una carpa para 550 personas y hasta una pequeña iglesia propia que él, nacido en una familia Opus Dei, describe como “un regalo de Dios”.
En 2018, además de vender la casa de Bustamante, Johnson dice que cerró su empresa, desilusionado por los cambios que experimentaba el mercado.
—Hace unos 10 años, la gente empezó a mostrarme fotos de Pinterest y a decirme “yo quiero esto”. Todavía me quedaba clientela que creía en mi estilo, pero ahora las cosas cambiaron. Cambió la decoración, la estética del país. Y yo me quedé con la artesanía.
Esta decisión implicó despedir a prácticamente todos los empleados (78), algunos de los cuales trabajaron con él por más de 30 años.
—Tuve que sacarlos a todos —dice—. El proceso me costó mucho porque yo trabajaba codo a codo con ellos. Cuando empecé en esto, yo mismo sacaba la basura. Yo meto la mano al water. Limpio los ceniceros y lo hago con agrado. No me molesta atenderte a ti en la mesa y decirte “mira, tienes un perejil aquí” (muestra sus dientes). Todas esas cosas yo las hago, porque no le tengo miedo a nada.
Hoy, Johnson vive del arriendo de su casa en Colina para otros eventos —“un poco jubilé”, dice— y ocupa su tiempo en la mantención del lugar, con la ayuda de una familia peruana que vive con él. En una de las muchas bodegas de la casona aún guarda los pilares de madera pintada de blanco que estaban al centro de los salones de Bustamante, como si fueran los últimos vestigios de su época de oro en la banquetería.
Johnson llegó a la banquetería casi por casualidad. En los veranos de su adolescencia solía trabajar en el restorán que sus tías tenían en Parral, en la Región del Maule. También le ayudaba a su madre, quien hasta hoy, con 83 años, está a cargo de los almuerzos del colegio Los Andes. Ahí, dice, le tomó el gusto a lo que llama “el servicio”: la unión entre cocina, atención y puesta en escena, que lo hizo diferenciarse de la escasa oferta en banquetería que había en Chile hacia fines de los 80.
En 1979, a los 19 años, cuenta que tuvo que irse de su casa. No da muchos detalles acerca de ese momento: se remite a decir, simplemente, que su “estilo de vida” no era compatible con el clima más bien conservador que reinaba en la familia Johnson, entonces propietaria de un gran paño de terreno en Huechuraba.
—No me quedaba otra —recuerda—. En la casa había que cumplir las reglas, y yo no quería cumplirlas.
Aun así, deja entrever que su homosexualidad tuvo mucho que ver.
—Yo nunca toqué mi tema gay con ellos. Nunca se atrevieron a hablarlo, porque no se hablaba. En la generación anterior a mí, los gays salían fuera del país o los mandaban para afuera (…). Los papás no sabían cómo abordarlo. No tenían información. Y se sentían culpables, porque había que echarle la culpa a alguien. Así era.
Recuerda que el primero en saberlo fue su hermano fallecido.
—Él me pilló. Alguien le contó y me encaró… Obviamente trató de encontrar el porqué, y terminó diciéndome: “Me da lo mismo lo que seas, pero que seas feliz”. Después les conté a mis otros hermanos.
Se marchó entonces a vivir a un departamento en la comuna de Providencia, pero siguió en contacto con su familia. Su madre le ayudó dándole trabajo. Según relata, comenzó comprando las verduras para los casinos escolares que ella atendía (en esos días, también tenía a su cargo el comedor del Tabancura) y pronto llegó a tener como clientes a ocho colegios. Así, juntó suficiente dinero para vivir y pagarse sus estudios de hotelería en el Inacap, que sus padres nunca quisieron costear, dice.
—No me dejaron estudiar eso. Mi mamá me dijo: “No te pagué el colegio para que aprendas a hacer camas”. O algo así. Yo le contesté: “Si usted es cocinera, ¿por qué yo no puedo?”.
La hotelería era, por entonces, una opción que no estaba en el radar de los jóvenes de su entorno social.
—Soy de la primera generación que estudió algo relacionado con la cocina, con el servicio. Las banqueteras anteriores a mí eran la señora que quedó viuda, la señora que sabía hacer el pavo —ironiza.
En el departamento de Providencia armó una cocina y comenzó a hacer comidas para grupos pequeños. También tomó clases con las maestras de la época: Verónica Blackburn, quien fue una de sus grandes amigas, y Pilar Bacarreza. Hasta que en 1986 llegó la ocasión que puso su nombre en boca de todo el ABC1 chileno: Casa 86, un evento de decoración que se montó en la casa de los Matte, en el barrio El Golf. Ahí se hizo cargo, durante los días que duró la muestra, del restorán. Armado en el garaje, rápidamente atrajo todas las miradas por su ambientación rústica, algo poco usual por entonces, donde los buenos restoranes tenían estilo clásico y mantel largo. Ese hecho marcó el debut de Pablo en las páginas de vida social de diarios y revistas, donde pronto se convirtió en un personaje infaltable.
Algunos años después, tras el fin de la dictadura, Johnson ya era reconocido como el maestro de ceremonias del boom noventero, a cargo de lanzamientos de perfumes de lujo, autos caros, desfiles de Rubén Campos y Luciano Bráncoli y recepciones presidenciales. La frase “cóctel por Pablo Johnson” impresa en las invitaciones se convirtió en un plus.
Por esos días, dice, también cocinaba en las casas de las familias más ricas de Chile, como los Luksic y los Said.
—Tuve algunas ventajas que supe aprovechar bien. Lo que aprendí, los contactos, el colegio al que fui, y también ser gay. (Eso) estaba como un poquito de moda —reconoce.
Durante casi tres horas de conversación, habla más de decoración que de comida. De la importancia del ambiente, antes que de los camarones, el cordero o las verduras envueltas en papel de arroz con las que sorprendió en tiempos en los que el menú de rigor en las fiestas eran papas con carne recocida.
—Soy un arquitecto frustrado. Totalmente frustrado. Porque en el fondo, lo que yo hago es interiorismo —explica.
Quizá el lugar de la casa donde más se nota esto sea su pieza, que mira hacia la huerta. La cama, con una colcha artesanal de colorido intenso, está en el centro del cuarto, no apoyada contra un muro, justo frente a la ventana que da al jardín. A un lado hay un televisor de tamaño discreto; al otro, una chimenea, los troncos armónicamente dispuestos en una repisa en obra.
Aunque no vive con él, Johnson comparte este espacio con su pareja, el banquetero Pablo Bagnara, socio de Bagnara & Margozzini, con quien está hace 10 años. Asegura que, pese a la misma profesión, hablan poco de trabajo y que no está en sus planes casarse. Dice que no está en la batalla por ese derecho ni por la posibilidad de adoptar.
—Me habría gustado ser papá. Lo pensé en una época. Pero el problema es en qué colegio pones a tus hijos. La gente no está preparada para eso. O sea, a mí me gustaría tenerlos en los mismos colegios donde mis hermanos tienen a los suyos, pero no se puede. A lo mejor en otro nivel social se podría (…). Además, ¿qué haces con un hijo aquí? —dice dando una rápida mirada a sus jarrones de cerámica, a sus arreglos florales, a sus cojines con fundas artesanales a telar—. Soy como antiguo, ¿cachái? Un gay antiguo. Viví en una familia católica y no tengo ningún rollo con eso. Normalmente, la gente gay es como anticatólica, antitodo; yo no. La gente gay siempre se ha sentido muy discriminada, pero yo nunca tuve problemas en ese sentido. Al revés, tenía muchos problemas con el gueto gay, porque se juntan entre ellos nomás, y a mí me gusta tener amigas, amigos.
En su familia, el tema de su homosexualidad no se tocó abiertamente hasta que se hizo ineludible, recuerda. Ocurrió en 1990, cuando murió Ricardo —un ingeniero comercial que fue su pareja por más de 12 años— como consecuencia de una enfermedad asociada al sida, en una época en que aún primaban los prejuicios y el desconocimiento en torno al virus.
—Solo ahí se tocó el tema. Tuve que enfrentarlo. Mis papás querían mucho a Ricardo, lo conocían, participaba en mi casa. (Para ellos) era como un amigo, pero era muy raro, porque era mucho mayor que yo. Nueve años mayor.
Johnson cuenta que Ricardo le ocultó su diagnóstico hasta el final, de modo que cuando se enteró, asumió que él también estaba enfermo. Y mucha gente pensó lo mismo, agrega.
—Fue bien pública esta cuestión. O sea, pública pero escondida. Se supo todo esto porque él era conocido y yo también. La gente comentaba. Nadie me preguntó si yo estaba sano, nunca, pero sentí que hablaban por detrás. Pensé que mi trabajo se iba a ir a la mierda por los prejuicios.
Lo primero que hizo, una vez que Ricardo le reveló su enfermedad, fue llamar a sus hermanos para contarles que estaba contagiado, aun cuando no tenía ninguna certeza ni confirmación médica. Solo después se hizo el test y el resultado dio negativo. El profundo alivio que sintió, recuerda, lo cambió para siempre.
—Fue abrir un papel y volver a nacer.
Lo que vino después fue una explosión de creatividad. Johnson dice que se sintió más libre que nunca, y más seguro de sí mismo y de su trabajo. Si antes se adaptaba poco al gusto de los clientes, ahora lo hacía mucho menos. Fue una estrategia exitosa que lo tuvo en la cúspide del mercado durante casi una década.
—Había adquirido experiencia y me dejaban hacer lo que yo quería —dice, recalcando cada palabra.
Para entonces, había comenzado a hacer sus primeras fiestas de matrimonio y el regreso a la democracia en el país, dice, lo ayudó a despegar.
—Los eventos empezaron cuando Pinochet se fue. Primero cocinaba para los dueños de los bancos, cosas chicas, pero después llegaron las empresas extranjeras y ahí me fui como avión. Trabajaba de lunes a lunes. Dentro de todo esto, yo fui cambiando un poco el paladar de la gente. Fui parte del desarrollo del país, del cambio.
Se asoció con la florista Francisca Lira. Juntos organizaron celebraciones en las que lo natural era la tónica: Johnson distribuía cientos de frutas sobre grandes mesones a modo de decoración, mientras Francisca Lira sorprendía con grandes floreros transparentes donde, por ejemplo, ponía una cala solitaria. Mientras tanto, en las mesas, él se lucía con sus platos de camarones ecuatorianos, que recién llegaban a Chile, y con el esperado ritual de los postres: la música se cortaba y entraban los mozos en fila, como si se tratara de patinadores artísticos, cargando tortas de chocolate, troncos de castañas y parfaits de dulce de leche.
Pero de a poco las exigencias de los novios comenzaron a provocarle escozor, dice.
—Una cosa que siempre odié era eso de “el mejor”, “quiero el mejor matrimonio”. A mí me gustaba que me dijeran: “Quiero un buen matrimonio”. No el mejor. Porque sentía que eso era como competir, y me molestaba.
Cuenta que le pedían cada vez más dorado, más fastuosidad, más exceso, y que las fiestas se parecieran a las que habían hecho otros. Ese escenario comenzó a decepcionarlo y no quiso adaptarse.
—Cumplí un ciclo con la cocina y toda esta cosa —concluye—. Trabajé 36 años. Me costó ene asumir y desarmar las bodegas en diciembre. Tuve una depresión lógica. Porque yo creé un estilo que duró mucho tiempo, y cuando después la gente empezó a pedir otras cosas, me dije: quiero hacer lo que ofrecí siempre. Hace 10 años todavía quedaba clientela que creía en mi estética y me mantuve hasta el final en lo simple, en el gusto por la naturaleza. Pero ahora las cosas cambiaron. Decidí retirarme de la banquetería en un buen momento.
El último gran evento comandado por Johnson fue la cena oficial de la cumbre de la Celac (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños) que se celebró en Santiago, en enero de 2013. Dice que en la Cancillería ni siquiera le preguntaron qué iba a hacer, que confiaban ciegamente en que sabría representar lo chileno. Y ahí estuvo él, aún rubio, aún flaco, decorando todo con gredas de Quinchamalí, con flores de espino, con objetos de mimbre, con bandejas de madera de Pucón.