Hay dos sillones individuales de mimbre en la salita que mira hacia al jardín, en la casona de 1930. Gastón Soublette, filósofo y musicólogo, responsable de haber traspasado las décimas de Violeta Parra a partituras, autor de varios libros, profesor eterno del Instituto de Estética de la Universidad Católica, 92 años, alto, delgado, la barba y el pelo blancos, deja a un lado el bastón de madera y toma asiento en uno de ellos. El otro queda vacío.
—Es curioso que cuando uno ha vivido tantos años con una persona y está acostumbrado a ella se producen a la larga dos presencias —dice mirando hacia el frondoso jardín de su quinta en Limache—. Una inmediata, en el diario vivir, cuando la persona habla y actúa. Y otra más difusa que se va creando con los años. Y uno vive inmerso en esa presencia sin darse cuenta. Solo cuando esa persona se va para no volver, esa presencia amplia se convierte en un vacío. Un vacío que uno dice: “Esto no se puede llenar con nada”. Ninguna compañía, ni un segundo matrimonio, nada.
Es una tarde tibia y el sol entra por la ventana. Isabelle, la hija de Gastón Soublette, alta como él y vestida de negro, se sienta a su lado, en el otro sillón de mimbre. Lo está acompañando porque él no quiere estar solo en esta casa enorme. Han pasado dos semanas desde que su mujer, la francesa Bernadette de Saint Luc, de 88 años, y con quien compartió 65 aniversarios y tuvo tres hijos, murió al amanecer de un viernes de agosto. Y apenas unos días desde que en las cartas al Director del diario El Mercurio se publicara un emotivo escrito de su autoría titulado “Sin ella”, donde reflexiona sobre la ausencia que dejó su partida. “Solo cuando se va para no volver, hacemos plenamente consciente la presencia mayor, esa que ahora es un vacío extenso que no parece llenarse con nada”, escribió en esa carta.
—Dos cosas me impulsaron a escribirla de esa manera —dice ahora—. Que empecé a conversar sobre esto con unos colegas de la Facultad de Filosofía de la Universidad Católica y uno de ellos me dijo: “Qué interesante lo que planteas. Tú que escribes cartas en el diario podrías escribir algo, puede servirles a otras parejas”. Y que mi nieta, la Gracia, me dijo: “Tata, usted va a escribir sobre esto”.
—En el día a día, ¿cómo ha vivenciado esa ausencia?
—Ha sido dolorosa. Porque uno está acostumbrado a que todo lo que uno haga inconscientemente está relacionado con la idea de que ella está esperándome aquí, siempre. Yo cuento con que voy a abrir la puerta y me la voy a encontrar con su luz prendida. Entonces, llegar a la convicción de que no hay nadie esperándome es una cosa muy fuerte. Tan fuerte que al principio uno siente que todo perdió sentido.
—¿En qué lo nota?
—La impresión que yo tenía del mundo, de mis alumnos, de la sala de clases, de lo que escribo o de mis incursiones a los cerros de Valparaíso, yo no me daba cuenta, pero tenían como base la idea de que ella siempre estaba aquí. Si uno saca a esa persona, esa misma impresión mía de cualquier cosa, del sol, de los árboles sin ella, como que pierde su sentido. Como que se descoloró el mundo. Tanto, que pensé que sería mejor que yo me fuera luego. Llegué a sentirlo. Hay que hacer un esfuerzo muy grande para vencer eso.
Gastón Soublette tenía 24 años, estudiaba música en París y se alojaba con una familia rusa cuando conoció a Bernadette. “Esa señora rusa era casada con un tío de mi esposa”, recuerda. Fue en un matrimonio en Bretaña donde la tía rusa le presentó a su sobrina.
—Una vez a mi mujer le hicieron una entrevista en la que dijo: “Mi tía lo trajo para que lo conociera y me lo dejó para toda la vida” —dice y se ríe.
Dos años después, en 1954, se casaron y al poco tiempo se vinieron a Chile. Ella, dueña de una voz prodigiosa, cantaba música medieval y renacentista, y grabó algunos discos en Francia.
—Tenía una voz impresionante —dice Isabelle—. Pero nunca captó lo valiosa que era. Siempre sintió que mi papá era el importante y ella estaba detrás.
—Los discos que grabó en Francia de música medieval tuvieron mucho éxito —agrega Gastón Soublette—. Uno de ellos estuvo nominado entre los mejores diez discos hechos en Francia. Cantamos juntos en varias iglesias góticas de París. Ese fue un momento importante en su vida en que se realizó como cantante. Después mi hermana (Sylvia, compositora y cantante) la incluyó en un conjunto de música antigua donde permaneció varios años. Además pintaba.
—¿Cuál cree que fue el secreto para que la relación con su señora fuera tan larga?
—¿Cuál es el ingrediente? Creo que de mi parte, la fe. La concepción cristiana de la pareja y del matrimonio. Eso contribuyó mucho. De hecho, he sentido que desde que escribí Rostro de hombre, un libro de 600 páginas sobre Jesucristo, se notó que progresó más la relación. Uno no se da cuenta, hay muchas cosas que ocurren inconscientemente. El hecho de estar leyendo el Evangelio en profundidad y ser guiado por seis teólogos de la Facultad de Teología de la UC para no cometer ningún error, eso se permea y uno se cuida mucho más en la relación con los otros. Se cuida de no decir lo que pueda desagradar a los otros. Son pequeñas cosas que se van sumando y van perfeccionando la relación. Ser más consciente de que yo hago tanta cosa en que ella no participa, y eso que antes me daba lo mismo y de repente me empieza a preocupar. Pensaba, “bueno, ella no va a poder subir el cerro como lo hago yo, no va a venir a la excursión. Entonces debo compensar eso con otro programa con ella”. O sea, estábamos muy afiatados. Y nos acompañábamos mucho.
—¿Qué hacían juntos?
—Yo hacía mi comida a veces. Ella también hacía la suya. De repente nos encontrábamos cocinando juntos. O hacer ejercicio, caminando en torno al parrón. Ella daba diez vueltas y yo otras diez. No hay que hablar cuando uno hace ejercicio, porque se cansa más. Entonces nos cruzábamos en esas vueltas y nos saludábamos (se ríe). Hubo una época en que íbamos mucho al cine, porque yo soy muy cinéfilo y ella también.
—¿Hay cine en Limache?
—En Viña. Íbamos al cine arte todas las semanas. Ella manejaba, yo no sé manejar. Cuando ella dejó de manejar, porque ya estaba más insegura, no fuimos más. Entonces el cine se trasladó a la casa. Empezamos a comprar películas que veíamos juntos. Veíamos las noticias de Europa en su televisor. Y a veces intercambiábamos libros. Ella leía mucha literatura francesa.
“También leía a Neruda y leía los versos de Violeta Parra. Yo le hablaba de la historia de Francia. Incluso le contaba cosas que ella no conocía. Por ejemplo, por qué el rey Francisco I hizo el castillo de Chambord que nunca habitó, nunca estuvo amoblado. Para qué lo hizo es un misterio. Lo investigué y se lo conté. Era una muy buena relación”.
—Pero estuvieron un tiempo separados.
—Sí, porque en esos momentos los problemas que había a ambos nos parecían insolubles. En eso contribuyó mucho la doctora Lola Hoffman, a quien consulté. Quería saber qué opinaba. La doctora Hoffman dijo: “Creo que usted debe vivir una etapa momentáneamente sin ella y ella sin usted, y después no piensen que va a ser una separación definitiva. Pero es una etapa difícil para ambos”. Y así fue. Creo que maduramos esa etapa por separado.
Soublette ha relatado que la separación coincidió con un período en que él intensificó las prácticas yóguicas, la meditación y su descubrimiento del mundo indígena chileno que lo llevó a viajar al sur, participar de nguillatunes y aprender a tocar los instrumentos mapuches. Y que ella no lo acompañaba porque no sentía afinidad con eso.
“Yo viví con mi madre cuando nos separamos. Cuando mi madre murió, le escribí una carta y me dijo: ‘Creo que estamos maduros para volver, ensayemos'. Vendí la casa de mi madre y me mudé a su departamento. Ella lo consultó con una amiga. Le dijo: ‘Fíjate que invité a Luis Gastón —así me decía— a que estuviera un tiempo conmigo y sigue pasando el tiempo y él está ahí'. La amiga le dijo: ‘No lo vas a sacar nunca más'” (se ríe).
Cuenta que eso coincidió con el interés de adquirir una propiedad en Limache, donde Soublette, quien nació en Antofagasta pero creció en Viña del Mar, había pasado sus vacaciones de niño.
—Yo quería mucho este valle. De repente se dio la posibilidad de adquirir esta propiedad que es tan linda y se vendía muy barata. Además, justo se iba a casar Isabelle y celebramos su matrimonio aquí. Esa fue la consagración de la propiedad.
—Y coincidió con el reencuentro con su señora.
—Sí, pues. Ahí se juntó toda la familia. Por eso digo que a partir de ese momento, con ella y aquí en Limache, viví la mejor convivencia que he conocido.
Gastón Soublette después dirá: “Es muy frecuente que la relación se vaya echando a perder, porque las personas se acostumbran tanto que les da un poco lo mismo. Yo tengo la impresión de que los últimos 25 o 30 años fue la mejor época de nuestra relación”.
—¿Por qué lo dice?
—Porque teníamos una relación madura, de mucho respeto y aprecio. Ella era para mí mucho más importante de lo que yo mismo creía.
—¿De eso se dio cuenta ahora?
—Sí.
—En este momento en que se encuentra, viviendo el duelo, ¿cómo ha funcionado la fe?
—Bueno, se acrecienta. Uno se afirma en la oración, en la meditación y en la esperanza de que esto no sea una experiencia desgraciada, sino que termine bien. No me la arrebataron a los 40, sino a los 88. Eso es casi como natural, es la ley de la vida. Yo me daba cuenta de que su vitalidad iba disminuyendo, que estaba más cansada, pero no lo esperaba tan luego. Pero no ha habido de mi parte ninguna actitud de rebelión. Es absurdo rebelarse contra Dios, no se me pasaría por la mente. Si se fue es por algo. Además, ella se lo pidió. “Yo quiero irme en el sueño”, decía. La aterrorizaba que yo partiera primero. En ese sentido, Dios accedió a una aspiración de ella. Solo que para mí fue muy sorpresivo.
—¿Usted estaba acá el día en que ella murió?
—Sí. Ella se levantaba temprano, a las 8:00, para una mujer de 88 años. Y esa vez empecé a prender el fuego en la bosca. Miraba para la pieza de ella, ya eran las 10:00 de la mañana, y dije: “No puede ser, a lo mejor se siente mal”. Entré y estaba… aún tibia. El paramédico que vino a constatar su muerte dijo: “Esto ha ocurrido al amanecer”.
—¿Estaba solo?
—Estaba con Isabelle, por suerte. Fue una coincidencia providencial.
Gastón Soublette hace un curso de Simbología en el cine en la Universidad Católica, que se llena. Asisten alumnos de las carreras de Historia, Filosofía y Teatro. Analizan películas como Forrest Gump, donde él les enseña a decodificar los símbolos ocultos. “Les hago un paralelo entre Jesucristo y Forrest Gump, donde hay muchos elementos del Evangelio, pero modernizados: los tres años que recorre Estados Unidos que coinciden con el tiempo de vida pública de Jesucristo, por ejemplo. La mujer a la que ama e intenta salvar es Magdalena”, relata. Permanece en Santiago entre lunes y miércoles haciendo sus clases e investigaciones, porque está escribiendo una autobiografía que dice no será cronológica, sino sobre algunos episodios de su vida. Ya tiene escrito el primer capítulo que trata sobre “las experiencias notables que he tenido con personas que viven en la miseria y los márgenes, de las que he recibido grandes mensajes”. También trabaja en un comentario del I Ching, el Libro de las Mutaciones de Confucio. Los miércoles, o a veces los jueves, regresa a Limache.
—Lo más probable es que mi mamá hubiera muerto sola y habría sido terrible —dice Isabelle—. Si uno mira su vida y su historia, había muchos días en que mi papá no estaba. Y nosotros solo podíamos venir los fines de semana. Esa era nuestra preocupación y nuestra rabia: que ella no quisiera volver a Santiago. Ella tenía una vocación de soledad, había construido un mundo propio y le gustaba estar aquí, cerca de sus paltos y sus perros. A los hijos nos daba pena que estuviera tan lejos.
Isabelle, que es sicóloga, cuenta que justo dejó de trabajar y decidió tomarse un tiempo para acompañar a su madre en la vejez.
—Se dio así, que yo estaba aquí cuando partió. Decidí venir una semana para estar con ella. Tuvimos conversaciones especiales los tres. Fue curioso lo que pasó.
—Fue perfecto, tal como a ella le habría gustado —dice Gastón Soublette—. Excepcionalmente estaba Isabelle y yo también estaba. Mi hijo llegó a las pocas horas. Fuimos a la funeraria con mi yerno y se solucionó todo ese papeleo en 24 horas. Yo hice una pequeña convocatoria entre los vecinos, aparte de la familia. Y el cuñado de ella, que es sacerdote, hizo la misa. Asistimos unas 30 personas.
Gastón Soublette cantó unas décimas en el velorio.
—Las que Violeta Parra me enseñó —explica—. Porque no es bueno separarse de la cultura de nuestro pueblo, de las raíces. Porque podría haber venido un coro a cantar en latín, pero no es el caso.
—Fue una despedida linda, entonces.
—Muy linda. Y hubo testimonios, tanto aquí como en el cementerio. Yo soy amigo de varios pobladores del cerro Toro y Santo Domingo, y estaban ahí. Incluso uno que me asaltó y se hizo amigo mío: el Richard. También estaba Sergio, la persona que la ayudaba en la quinta, y está muy afectado. Él también dice que le cuesta estar solo, que tiene la sensación de que en cualquier momento va a aparecer.
—Desde que su señora falleció ha estado acompañado.
—He estado con Isabelle, pero ella no puede estar viniendo todo el tiempo. Se turna con mi hijo Francisco. Pero en algún momento voy a tener que enfrentar la realidad de llegar aquí sin que nadie me espere. Voy a tener que vivir esa experiencia. Tal vez no inmediatamente, pero tampoco en mucho tiempo más. Y acostumbrarme a la idea de seguir trabajando, haciendo mis investigaciones para la universidad, sin la conciencia de que ella está aquí preparándome una taza de té.
—Eso es difícil, porque las casas están llenas de recuerdos.
—Hay una impregnación. Como que la persona se impregnó a los muros, a los muebles.
—En sicología uno entiende que la identidad de las personas siempre es en relación a otro —anota Isabelle—. Y mi papá no se había dado cuenta de que ser Gastón Soublette era ante ella. De repente ella desaparece y ¡pum!, se pone en juego la identidad. No es algo menor.
—Me cuesta todavía —añade Gastón Soublette—. Me cuesta pasearme por ahí sin ella.
—Es curioso que cuando uno ha vivido tantos años con una persona y está acostumbrado a ella se producen a la larga dos presencias —dice mirando hacia el frondoso jardín de su quinta en Limache—. Una inmediata, en el diario vivir, cuando la persona habla y actúa. Y otra más difusa que se va creando con los años. Y uno vive inmerso en esa presencia sin darse cuenta. Solo cuando esa persona se va para no volver, esa presencia amplia se convierte en un vacío. Un vacío que uno dice: “Esto no se puede llenar con nada”. Ninguna compañía, ni un segundo matrimonio, nada.
Es una tarde tibia y el sol entra por la ventana. Isabelle, la hija de Gastón Soublette, alta como él y vestida de negro, se sienta a su lado, en el otro sillón de mimbre. Lo está acompañando porque él no quiere estar solo en esta casa enorme. Han pasado dos semanas desde que su mujer, la francesa Bernadette de Saint Luc, de 88 años, y con quien compartió 65 aniversarios y tuvo tres hijos, murió al amanecer de un viernes de agosto. Y apenas unos días desde que en las cartas al Director del diario El Mercurio se publicara un emotivo escrito de su autoría titulado “Sin ella”, donde reflexiona sobre la ausencia que dejó su partida. “Solo cuando se va para no volver, hacemos plenamente consciente la presencia mayor, esa que ahora es un vacío extenso que no parece llenarse con nada”, escribió en esa carta.
—Dos cosas me impulsaron a escribirla de esa manera —dice ahora—. Que empecé a conversar sobre esto con unos colegas de la Facultad de Filosofía de la Universidad Católica y uno de ellos me dijo: “Qué interesante lo que planteas. Tú que escribes cartas en el diario podrías escribir algo, puede servirles a otras parejas”. Y que mi nieta, la Gracia, me dijo: “Tata, usted va a escribir sobre esto”.
—En el día a día, ¿cómo ha vivenciado esa ausencia?
—Ha sido dolorosa. Porque uno está acostumbrado a que todo lo que uno haga inconscientemente está relacionado con la idea de que ella está esperándome aquí, siempre. Yo cuento con que voy a abrir la puerta y me la voy a encontrar con su luz prendida. Entonces, llegar a la convicción de que no hay nadie esperándome es una cosa muy fuerte. Tan fuerte que al principio uno siente que todo perdió sentido.
—¿En qué lo nota?
—La impresión que yo tenía del mundo, de mis alumnos, de la sala de clases, de lo que escribo o de mis incursiones a los cerros de Valparaíso, yo no me daba cuenta, pero tenían como base la idea de que ella siempre estaba aquí. Si uno saca a esa persona, esa misma impresión mía de cualquier cosa, del sol, de los árboles sin ella, como que pierde su sentido. Como que se descoloró el mundo. Tanto, que pensé que sería mejor que yo me fuera luego. Llegué a sentirlo. Hay que hacer un esfuerzo muy grande para vencer eso.
Gastón Soublette tenía 24 años, estudiaba música en París y se alojaba con una familia rusa cuando conoció a Bernadette. “Esa señora rusa era casada con un tío de mi esposa”, recuerda. Fue en un matrimonio en Bretaña donde la tía rusa le presentó a su sobrina.
—Una vez a mi mujer le hicieron una entrevista en la que dijo: “Mi tía lo trajo para que lo conociera y me lo dejó para toda la vida” —dice y se ríe.
Dos años después, en 1954, se casaron y al poco tiempo se vinieron a Chile. Ella, dueña de una voz prodigiosa, cantaba música medieval y renacentista, y grabó algunos discos en Francia.
—Tenía una voz impresionante —dice Isabelle—. Pero nunca captó lo valiosa que era. Siempre sintió que mi papá era el importante y ella estaba detrás.
—Los discos que grabó en Francia de música medieval tuvieron mucho éxito —agrega Gastón Soublette—. Uno de ellos estuvo nominado entre los mejores diez discos hechos en Francia. Cantamos juntos en varias iglesias góticas de París. Ese fue un momento importante en su vida en que se realizó como cantante. Después mi hermana (Sylvia, compositora y cantante) la incluyó en un conjunto de música antigua donde permaneció varios años. Además pintaba.
—¿Cuál cree que fue el secreto para que la relación con su señora fuera tan larga?
—¿Cuál es el ingrediente? Creo que de mi parte, la fe. La concepción cristiana de la pareja y del matrimonio. Eso contribuyó mucho. De hecho, he sentido que desde que escribí Rostro de hombre, un libro de 600 páginas sobre Jesucristo, se notó que progresó más la relación. Uno no se da cuenta, hay muchas cosas que ocurren inconscientemente. El hecho de estar leyendo el Evangelio en profundidad y ser guiado por seis teólogos de la Facultad de Teología de la UC para no cometer ningún error, eso se permea y uno se cuida mucho más en la relación con los otros. Se cuida de no decir lo que pueda desagradar a los otros. Son pequeñas cosas que se van sumando y van perfeccionando la relación. Ser más consciente de que yo hago tanta cosa en que ella no participa, y eso que antes me daba lo mismo y de repente me empieza a preocupar. Pensaba, “bueno, ella no va a poder subir el cerro como lo hago yo, no va a venir a la excursión. Entonces debo compensar eso con otro programa con ella”. O sea, estábamos muy afiatados. Y nos acompañábamos mucho.
—¿Qué hacían juntos?
—Yo hacía mi comida a veces. Ella también hacía la suya. De repente nos encontrábamos cocinando juntos. O hacer ejercicio, caminando en torno al parrón. Ella daba diez vueltas y yo otras diez. No hay que hablar cuando uno hace ejercicio, porque se cansa más. Entonces nos cruzábamos en esas vueltas y nos saludábamos (se ríe). Hubo una época en que íbamos mucho al cine, porque yo soy muy cinéfilo y ella también.
—¿Hay cine en Limache?
—En Viña. Íbamos al cine arte todas las semanas. Ella manejaba, yo no sé manejar. Cuando ella dejó de manejar, porque ya estaba más insegura, no fuimos más. Entonces el cine se trasladó a la casa. Empezamos a comprar películas que veíamos juntos. Veíamos las noticias de Europa en su televisor. Y a veces intercambiábamos libros. Ella leía mucha literatura francesa.
“También leía a Neruda y leía los versos de Violeta Parra. Yo le hablaba de la historia de Francia. Incluso le contaba cosas que ella no conocía. Por ejemplo, por qué el rey Francisco I hizo el castillo de Chambord que nunca habitó, nunca estuvo amoblado. Para qué lo hizo es un misterio. Lo investigué y se lo conté. Era una muy buena relación”.
—Pero estuvieron un tiempo separados.
—Sí, porque en esos momentos los problemas que había a ambos nos parecían insolubles. En eso contribuyó mucho la doctora Lola Hoffman, a quien consulté. Quería saber qué opinaba. La doctora Hoffman dijo: “Creo que usted debe vivir una etapa momentáneamente sin ella y ella sin usted, y después no piensen que va a ser una separación definitiva. Pero es una etapa difícil para ambos”. Y así fue. Creo que maduramos esa etapa por separado.
Soublette ha relatado que la separación coincidió con un período en que él intensificó las prácticas yóguicas, la meditación y su descubrimiento del mundo indígena chileno que lo llevó a viajar al sur, participar de nguillatunes y aprender a tocar los instrumentos mapuches. Y que ella no lo acompañaba porque no sentía afinidad con eso.
“Yo viví con mi madre cuando nos separamos. Cuando mi madre murió, le escribí una carta y me dijo: ‘Creo que estamos maduros para volver, ensayemos'. Vendí la casa de mi madre y me mudé a su departamento. Ella lo consultó con una amiga. Le dijo: ‘Fíjate que invité a Luis Gastón —así me decía— a que estuviera un tiempo conmigo y sigue pasando el tiempo y él está ahí'. La amiga le dijo: ‘No lo vas a sacar nunca más'” (se ríe).
Cuenta que eso coincidió con el interés de adquirir una propiedad en Limache, donde Soublette, quien nació en Antofagasta pero creció en Viña del Mar, había pasado sus vacaciones de niño.
—Yo quería mucho este valle. De repente se dio la posibilidad de adquirir esta propiedad que es tan linda y se vendía muy barata. Además, justo se iba a casar Isabelle y celebramos su matrimonio aquí. Esa fue la consagración de la propiedad.
—Y coincidió con el reencuentro con su señora.
—Sí, pues. Ahí se juntó toda la familia. Por eso digo que a partir de ese momento, con ella y aquí en Limache, viví la mejor convivencia que he conocido.
Gastón Soublette después dirá: “Es muy frecuente que la relación se vaya echando a perder, porque las personas se acostumbran tanto que les da un poco lo mismo. Yo tengo la impresión de que los últimos 25 o 30 años fue la mejor época de nuestra relación”.
—¿Por qué lo dice?
—Porque teníamos una relación madura, de mucho respeto y aprecio. Ella era para mí mucho más importante de lo que yo mismo creía.
—¿De eso se dio cuenta ahora?
—Sí.
—En este momento en que se encuentra, viviendo el duelo, ¿cómo ha funcionado la fe?
—Bueno, se acrecienta. Uno se afirma en la oración, en la meditación y en la esperanza de que esto no sea una experiencia desgraciada, sino que termine bien. No me la arrebataron a los 40, sino a los 88. Eso es casi como natural, es la ley de la vida. Yo me daba cuenta de que su vitalidad iba disminuyendo, que estaba más cansada, pero no lo esperaba tan luego. Pero no ha habido de mi parte ninguna actitud de rebelión. Es absurdo rebelarse contra Dios, no se me pasaría por la mente. Si se fue es por algo. Además, ella se lo pidió. “Yo quiero irme en el sueño”, decía. La aterrorizaba que yo partiera primero. En ese sentido, Dios accedió a una aspiración de ella. Solo que para mí fue muy sorpresivo.
—¿Usted estaba acá el día en que ella murió?
—Sí. Ella se levantaba temprano, a las 8:00, para una mujer de 88 años. Y esa vez empecé a prender el fuego en la bosca. Miraba para la pieza de ella, ya eran las 10:00 de la mañana, y dije: “No puede ser, a lo mejor se siente mal”. Entré y estaba… aún tibia. El paramédico que vino a constatar su muerte dijo: “Esto ha ocurrido al amanecer”.
—¿Estaba solo?
—Estaba con Isabelle, por suerte. Fue una coincidencia providencial.
Gastón Soublette hace un curso de Simbología en el cine en la Universidad Católica, que se llena. Asisten alumnos de las carreras de Historia, Filosofía y Teatro. Analizan películas como Forrest Gump, donde él les enseña a decodificar los símbolos ocultos. “Les hago un paralelo entre Jesucristo y Forrest Gump, donde hay muchos elementos del Evangelio, pero modernizados: los tres años que recorre Estados Unidos que coinciden con el tiempo de vida pública de Jesucristo, por ejemplo. La mujer a la que ama e intenta salvar es Magdalena”, relata. Permanece en Santiago entre lunes y miércoles haciendo sus clases e investigaciones, porque está escribiendo una autobiografía que dice no será cronológica, sino sobre algunos episodios de su vida. Ya tiene escrito el primer capítulo que trata sobre “las experiencias notables que he tenido con personas que viven en la miseria y los márgenes, de las que he recibido grandes mensajes”. También trabaja en un comentario del I Ching, el Libro de las Mutaciones de Confucio. Los miércoles, o a veces los jueves, regresa a Limache.
—Lo más probable es que mi mamá hubiera muerto sola y habría sido terrible —dice Isabelle—. Si uno mira su vida y su historia, había muchos días en que mi papá no estaba. Y nosotros solo podíamos venir los fines de semana. Esa era nuestra preocupación y nuestra rabia: que ella no quisiera volver a Santiago. Ella tenía una vocación de soledad, había construido un mundo propio y le gustaba estar aquí, cerca de sus paltos y sus perros. A los hijos nos daba pena que estuviera tan lejos.
Isabelle, que es sicóloga, cuenta que justo dejó de trabajar y decidió tomarse un tiempo para acompañar a su madre en la vejez.
—Se dio así, que yo estaba aquí cuando partió. Decidí venir una semana para estar con ella. Tuvimos conversaciones especiales los tres. Fue curioso lo que pasó.
—Fue perfecto, tal como a ella le habría gustado —dice Gastón Soublette—. Excepcionalmente estaba Isabelle y yo también estaba. Mi hijo llegó a las pocas horas. Fuimos a la funeraria con mi yerno y se solucionó todo ese papeleo en 24 horas. Yo hice una pequeña convocatoria entre los vecinos, aparte de la familia. Y el cuñado de ella, que es sacerdote, hizo la misa. Asistimos unas 30 personas.
Gastón Soublette cantó unas décimas en el velorio.
—Las que Violeta Parra me enseñó —explica—. Porque no es bueno separarse de la cultura de nuestro pueblo, de las raíces. Porque podría haber venido un coro a cantar en latín, pero no es el caso.
—Fue una despedida linda, entonces.
—Muy linda. Y hubo testimonios, tanto aquí como en el cementerio. Yo soy amigo de varios pobladores del cerro Toro y Santo Domingo, y estaban ahí. Incluso uno que me asaltó y se hizo amigo mío: el Richard. También estaba Sergio, la persona que la ayudaba en la quinta, y está muy afectado. Él también dice que le cuesta estar solo, que tiene la sensación de que en cualquier momento va a aparecer.
—Desde que su señora falleció ha estado acompañado.
—He estado con Isabelle, pero ella no puede estar viniendo todo el tiempo. Se turna con mi hijo Francisco. Pero en algún momento voy a tener que enfrentar la realidad de llegar aquí sin que nadie me espere. Voy a tener que vivir esa experiencia. Tal vez no inmediatamente, pero tampoco en mucho tiempo más. Y acostumbrarme a la idea de seguir trabajando, haciendo mis investigaciones para la universidad, sin la conciencia de que ella está aquí preparándome una taza de té.
—Eso es difícil, porque las casas están llenas de recuerdos.
—Hay una impregnación. Como que la persona se impregnó a los muros, a los muebles.
—En sicología uno entiende que la identidad de las personas siempre es en relación a otro —anota Isabelle—. Y mi papá no se había dado cuenta de que ser Gastón Soublette era ante ella. De repente ella desaparece y ¡pum!, se pone en juego la identidad. No es algo menor.
—Me cuesta todavía —añade Gastón Soublette—. Me cuesta pasearme por ahí sin ella.