La misión del 21 de octubre no era compleja, dice el cabo segundo Juan Carlos Reyes. Junto a un grupo de siete militares repartidos en una camioneta y un bus, debían levantarse a las 8:00 de la mañana, salir desde el Regimiento Bellavista, en Conchalí, manejar hacia la Academia de Guerra, en La Reina, y escoltar al personal que ahí se subiría hasta Talca y Chillán. Luego de eso podrían regresar a Santiago. El programa, de hecho, los tenía regresando a la capital cerca de las diez de la noche. Pero pronto se dieron cuenta de que no sería así. Cuando ya habían cumplido su función de escolta y regresaban a Santiago, se encontraron con atochamientos por manifestaciones a favor de las movilizaciones sociales surgidas después del 18 de octubre a la altura de Talca y, luego, en Curicó. En este punto de la Ruta 5 estaban cuando un grupo de militares bajó del bus en el que viajaba el cabo Reyes. Dice él que querían ver qué sucedía. Reyes, de 26 años, se quedó adentro, en un bus con las luces apagadas, sujetando su fusil SIG 510 y su cargador con 19 municiones de guerra calibre 7,62 y una bala de fogueo.
Fue ahí que, asegura, escuchó el disparo de un arma.
“Bajé del bus y me fui hacia adelante para ver qué pasaba con mis compañeros. Yo portaba el fusil SIG y veo que la carretera estaba cortada con manifestantes y estos tenían encendidas fogatas, y el tránsito estaba detenido, y yo no veía autos con destino al sur. Pasaba uno que otro vehículo para el sur y ahí había una fogata y en la carretera para el norte había un camión que obstaculizaba el camino. En ese momento la gente nos tiraba piedras y palos, y nos decían groserías y garabatos, y mis dos camaradas que tenían fusil ya habían percutido su munición de fogueo”, sostuvo Juan Carlos Reyes cuando testificó en el cuartel de la PDI.
Ahora, en una oficina del Edificio Bicentenario del Ejército, el cabo recuerda lo que sintió esa noche.
—Estaba muy angustiado, porque la gente estaba descontrolada. Veía las piedras que nos tiraban. Nos gritaban “¡milicos cu...!”. Se nos estaban viniendo encima.
“Yo me parapeto detrás del camión y preparé mi fusil y percutí hacia el cielo, en dirección al norte. Esa munición era de fogueo y yo sabía que era de fogueo, y eso lo hice porque nos estaba rodeando la gente. Eran como 30 personas y nos tiraban piedras y nos estaban atacando. Ahí escuché como una ráfaga de arma automática y yo preparé mi arma nuevamente para disparar, y luego disparé estando de pie. Disparé hacia arriba y en dirección al norte, y en eso comenzó el bus a avanzar y la gente nos tiraba piedras, y ahí nos subimos al bus y a la camioneta, y salimos de la zona de peligro lo más rápido posible. Ahí le reporté inmediatamente a mi capitán que hice uso de un tiro de fogueo y un tiro de guerra, y eso lo hice antes de subir al bus”, agregó Reyes en su declaración voluntaria, enfatizando una última cosa:
“Me dio miedo lo que estaba pasando, ya que veía a la gente que se venía encima, y por eso disparé. Lo hice sin mala intención, lo hice para que esa gente no se acercara”.
La instrucción para el convoy militar fue pasar la noche en la tenencia de Carabineros de Romeral, a 15 kilómetros, por razones de seguridad. Hicieron el conteo de balas y, relata Reyes, él contó que había hecho uso de una munición de fogueo y otra de guerra.
—Cuando terminamos nos fuimos al bus a descansar. Ahí se acerca un suboficial de Carabineros y pide hablar con el jefe de nuestro equipo. Cuando regresa nos cuenta que en la barricada donde estuvimos había una persona fallecida. Fue chocante para mí, para todos.
Entre las dos calzadas de la Ruta 5 había sido herido José Miguel Uribe, de 25 años y padre de un niño. Una bala le atravesó el pecho. En el Hospital de Curicó lo declararon muerto a las 22:45 horas de ese lunes.
—¿Pensaste que pudiste haberlo matado tú?
—No. Porque siempre estuve seguro de que disparé hacia el aire. Estaba convencido de eso.
—Las balas disparadas al cielo también caen.
—Pero yo me preocupé de disparar hacia una zona segura. Entonces por eso estaba seguro de que mi tiro no había alcanzado a ese joven.
El cabo Juan Carlos Reyes fue trasladado a la Brigada de Homicidios de la PDI en Curicó. Entregó su fusil, su celular y dejó que buscaran restos de pólvora entre sus dedos. Pasó toda esa noche allá, sin dormir, junto a sus siete compañeros. A las 6:30 del día siguiente, el 22 de octubre, el fiscal Jaime Rojas le tomó declaración durante una hora. Cerca de las 8:30 le dijeron que iba a quedar detenido por el homicidio de José Miguel Uribe.
—Fue —cuenta Reyes— como que se me vino el mundo encima.
La rabia
Juan Carlos Reyes siempre había querido ser militar. Le gustaba el uniforme, dice. La posibilidad de hacer cosas que otras personas no podían. Pero su sueño de alguna manera se fue olvidando cuando su padre, después de casi veinte años de matrimonio, lo dejó a él, a su madre y a sus dos hermanas mayores.
—Se fue cuando yo tenía como doce años y no supe más de él. Estuve harto tiempo enojado con mi papá. No quería verlo. Hubo ocasiones en que me mandaba saludos con mi tío, pero yo no quería saber nada de él. Mi mamá sufrió mucho y nosotros tratábamos de darle compañía, porque era lo único que podíamos hacer. Si éramos chicos.
Que su padre dejara de un día para otro el departamento donde vivían en San Bernardo dejó a Juan Carlos Reyes sin la persona con la que tenía más cercanía en su casa.
—Él trabajaba de guardia en una empresa. Me llevaba a los trabajos suyos y me quedaba con él todo el día. Me escondía, eso sí. Cuando pasaba su supervisor me escondía en un cuarto. Y cuando trabajaba de conserje me llevaba a la piscina que estaba en el edificio. Tenía buenos recuerdos de mi papá.
—¿Perdiste esa relación cuando se separaron?
—Sí. No hablamos como en siete años. Igual fue difícil, yo creo. Pero no culpo a eso por mi forma de actuar. Me afectó porque veía a mi mamá complicada con el tema. Estaba triste ella. Eso me ponía triste a mí.
Su madre, cuenta Reyes, consiguió trabajo haciendo aseo en una casa cercana y luego en un hogar de ancianos. Cuando terminó su enseñanza básica en una escuela de San Ramón, Juan Carlos Reyes se matriculó en el Liceo Fidel Pinochet de San Bernardo. Ese año, dice, empezó a cambiar.
—Me empecé a desordenar. Me puse un poco más rebelde. Quería parecerme a mis compañeros, entonces hacía la cimarra, me escapaba de clases, no hacía los trabajos, llegaba carreteado. Mi mamá me preguntaba qué me estaba pasando. Por qué tomaba esa actitud. Pero yo no hacía caso. No la escuchaba.
—¿Y qué pasó?
—Me echaron por hacer la cimarra. Me pillaron. En ese momento me dio lo mismo. No quería estudiar. Estaba rebelde. Ahí mi mamá habló con mi abuelita y me trajeron a vivir a San Ramón de nuevo, a la casa donde vivíamos como allegados antes de que a mi mamá le saliera el departamento. Ahí me puse a estudiar en el Centro Municipal Educacional, pero después tuve el problema con la justicia.
En 2008 Juan Carlos Reyes cumplió 15 años en lo que, dice, fue un contexto familiar difícil.
—Nosotros igual éramos bien pobres. Yo era más adolescente, me empezaron a gustar niñas y quería comprarme ropa. Y por eso pensé en salir a robar: quería tener plata para comprarme ropa y también para ayudar a mi mamá. Porque en la casa hubo hartos momentos en que no había para pagar las cuentas. Yo pensaba, con esto llevo plata para la casa y me compro mis cosas.
Fue a fines de octubre. Reyes estaba con cuatro amigos armados en San Ramón una tarde, se subieron a una micro, se bajaron a un par de cuadras y entraron a un minimarket.
—Me quedé cuidando en la entrada. Estaba con adrenalina, asustado igual. Mis amigos sacaron la plata y arrancamos. Pasó un auto de la PDI y la gente en la calle nos apuntó. Ahí cada uno salió corriendo. Yo me fui a la casa de mi abuela; recuerdo que los de Investigaciones nos dispararon en varias ocasiones. Fue la primera vez que escuché balazos.
A Juan Carlos Reyes lo detuvieron el 23 de octubre de 2008 por el delito de robo con intimidación. Según supo, uno de sus compañeros lo había delatado. El 15° Juzgado de Garantía de Santiago decretó su internación provisoria en el CIP del Sename en San Joaquín, mientras se investigaba su caso.
—Son malos los adolescentes allá. Gracias a Dios no tuve un mal pasar, porque llegué a un lugar donde había cabros que me conocían. Entonces llegué vivo, no me pasó nada.
Juan Carlos Reyes estuvo tres meses en ese centro. Pasó la Navidad y Año Nuevo en su dormitorio de dos camarotes. Todas las semanas, su madre iba a verlo. Le llevaba dulces, algunas prendas que tenía en la casa.
—Mi mamá nunca ha expresado mucho sus sentimientos, pero yo la veía y estaba mal. Por eso pensaba harto en ella. Yo decía: “Esto no es para mí. No tengo dedos para el piano”.
—¿Tu padre te fue a ver?
—No. Fue mi abuelita, su mamá. Sé que él quería ir, pero yo no quería verlo. Me mandó una carta, me acuerdo. Me contaba que yo tenía su apoyo. Que cuando quisiera podíamos juntarnos a conversar.
—¿Qué hiciste con esa carta?
—La boté.
El 15 de enero de 2009 el tribunal, en un procedimiento simplificado, le dio una condena de tres años de libertad asistida especial. Al salir, cuenta Reyes, se puso a trabajar. Era, sentía, una forma de salir adelante y de ayudar a su madre. Así que primero la acompañó como temporero en Viluco y luego, a los 16 años, llegó a una fábrica de maniquíes en el centro de Santiago.
—Era ayudante. No me gustaba la pega, pero me aguantaba por la plata. Los maniquíes se hacen con matrices y fibra de vidrio, por eso todos se iban: porque les picaba el cuerpo. Se enronchaban enteros.
Después de 18 meses, Reyes llegó a un molino en San Bernardo para trabajar como ayudante. A los 18 volvió a intentar estudiar para sacar 1{+o} y 2{+o} medio, pero reprobó el año en el Liceo Polivalente de San Bernardo Abad. Así que volvió a trabajar. Fue guardia de seguridad, como su padre, y también obrero en una construcción en Chicureo donde tenía que levantarse a las 6:00 para llegar desde San Bernardo a las 9:00 a su puesto.
—Los maestros allá me decían que no perdiera toda mi vida en la construcción, que aún era cabro. Algunos me preguntaban que por qué no hacía el servicio militar, que ahí podía completar mi educación. Ahí me acordé de que me gustaba el Ejército.
El 2013 se inscribió para el servicio militar del año siguiente y también pasó algo más: falleció su abuela paterna. Antes de que ella muriera, dice, le prometió que buscaría recomponer las cosas con su padre.
Reyes explica que no tuvo problemas para adaptarse a la vida militar. Dice que le gustó la disciplina, que sus compañeros venían de vidas como la de él, de poblaciones como la suya. Ese primer año completó 1{+o} y 2{+o} medio, y el año siguiente terminó su enseñanza media ya como soldado profesional. También se bautizó, hizo su primera comunión y su confirmación. Aunque le faltaba algo más: cumplirle la promesa a su abuela y acercarse a su padre.
—Lo busqué a través de una tía que lo veía. Nos juntamos un día y fue fuerte. Nos costó al principio, pero con el tiempo fue mejorando la situación. Se veía igual a como lo recordaba. Él sabía que yo estaba siguiendo una carrera militar y me decía que estaba orgulloso de mí. Me preguntó por mis hermanas, me dijo que vivía en Puente Alto. Nos demoramos unos meses en entendernos. No fue fácil.
—¿Querías que te pidiera perdón?
—No, pero igual lo hizo. Eso me acercó a él. Entendí que cualquiera puede cometer un error y lo perdoné.
La vida militar de Reyes no se detuvo. Luego de cuatro años capacitándose, en febrero de 2019 aceptaron su postulación como cabo segundo para ser el conductor de vehículos motorizados en el Regimiento Bellavista.
—Yo sentía —dice él— que ya no era el mismo de antes, que ya no era la oveja negra de mi familia.
El alivio
Lo primero que el cabo Reyes hizo cuando supo que sería detenido por la muerte de José Miguel Uribe fue llamar a su madre.
—Le digo: “Siéntese”. Le digo: “¿Sabe qué? Estoy en Curicó, me están dejando detenido por un homicidio”. Dijo: “Pucha”, como que se puso a llorar. Yo la escuché triste y le corté.
Reyes quedó solo en el calabozo del cuartel de la PDI. Tuvo que entregar su uniforme a sus compañeros y quedó con ropa de civil. Con ese acto, sentía, dejaba de ser parte del Ejército. En la noche repasó todo lo que había sucedido y lo que podía venir. Su mayor miedo era quedar preso. Pasar, otra vez, las fiestas de fin de año desde una celda. Al día siguiente fue su audiencia de formalización.
—Recuerdo que entré a la sala y estaba lleno de prensa, de cámaras, de gente. Recuerdo que entré escoltado por Gendarmería, esposado de las manos y de los pies.
En esa audiencia el fiscal Jaime Rojas expuso como argumento que el cabo Reyes había disparado una munición de guerra en el mismo sector donde había fallecido Uribe. También recordó que en 2009 había recibido una condena por robo con intimidación.
Eso, dice Rodrigo Flores, defensor de Reyes, lo molestó.
—Estaba absolutamente descontextualizada esa información. Era una causa en la que él era menor de edad. Existe un consenso dentro de la comunidad jurídica en que los antecedentes de adolescentes no deben ser metidos en causas de adultos, porque no constituyen ningún aporte. Lo que hacen, por el contrario, es solamente construir prejuicios en contra de las personas.
En esa misma audiencia, Flores expuso que “la autopsia mostrará que no es concordante el daño balístico que sufrió la víctima con el fusil que portaba mi defendido”.
—Lo que nosotros explicamos es que con una bala como la que él disparó los efectos que habría provocado en el organismo habrían sido mucho mayores a los que se evidenciaban. ¿Por qué? Porque solo se mostraba en la fotografía un orificio de entrada, inferior a 0,8 mm, y de salida de 1,2 mm. La experiencia dice que una bala de guerra lo que produce es un desgarro a la salida. Y ese desgarro solo se explica por una lesión que es grande, del porte de un puño. Y no era lo que estaba ahí —profundiza, ahora, Flores.
Aun así, el tribunal decretó cuatro meses de investigación y prisión preventiva para Reyes, que tendría que cumplir en un penal militar en Peñalolén. Al final de su formalización, cuatro funcionarios del Ejército se lo llevaron esposado a Santiago en una camioneta.
—Me pareció que estaban siendo muy injustos conmigo, porque me condenaron muy rápido. Solo por el hecho de ser militar —dice Juan Carlos Reyes.
Su madre fue a verlo al día siguiente. Iba acompañada de la novia del cabo, con la que llevaba cinco meses de relación.
—Les dije que era inocente, que yo no había sido el de la bala que le dio muerte a ese joven. Pero ellas estaban súper mal. No me decían mucho, pero tenían cara de no haber dormido, de haber llorado.
Al cabo Reyes no solo le preocupaba la pena de diez años que tendría que cumplir en caso de ser condenado. También temía por lo que podía pasar con su madre si se iba preso. Porque su sueldo de militar, sumado a lo que ella ganaba haciendo aseo en una iglesia los fines de semana, era todo el dinero que tenían para subsistir. Si lo daban de baja, ella ya no podría contar con esos ingresos. Además, tenía miedo de que fueran a hacerle algo. Una vez, cuenta Reyes, su madre le dijo que había escuchado que irían a funarle la casa. Eso nunca pasó, pero cada tanto el cabo pensaba en qué pasaría si un día alguien iba a su departamento en San Bernardo a agredirla sin que él pudiese hacer algo. Toda su vida, entendió pronto, giraba en torno al peritaje balístico que haría la PDI. En eso pensaba mientras trotaba alrededor de la cancha del penal o cuando jugaba cartas con los otros reclusos. Justamente estaba en eso cuando recibió un llamado de Rodrigo Flores.
—Me dijo que se había enterado de que la Fiscalía de Curicó iba a retirar los cargos de homicidio contra mí, porque iban a formalizar a otra persona por ese delito.
Esa persona era el empresario de Lontué Francisco Fuenzalida Calvo, de 60 años, que ya había sido formalizado y estaba en prisión preventiva por, según la fiscalía, haber disparado y herido a manifestantes en la Alameda de Curicó, el mismo día de la muerte de Uribe, con una pistola 9 mm.
El 10 de diciembre, efectivamente, le retiraron los cargos por homicidio a Reyes.
—El peritaje balístico concluyó que no es posible determinar el calibre de la munición que provocó la muerte a José Miguel Uribe. Pero indica que los efectos de la bala en su cuerpo no son compatibles con los de una munición de guerra —explica Rodrigo Flores—. Juan Carlos sigue estando formalizado por disparo injustificado de arma de guerra, pero creo que también le van a retirar esos cargos.
Flores dice algo más:
—Una lección grande que nos tiene que quedar a todos después de esto es no enjuiciar previamente a las personas. Tener siempre a la vista la presunción de inocencia. Frente a un hecho de tanta connotación pública, tan mediático, creo que lo que se hizo fue dar una respuesta rápida, pero con muy poco fundamento. Y eso, finalmente, lo que hace es contribuir al desprestigio del sistema jurídico.
Esa tarde el cabo Reyes regresó al departamento de dos dormitorios de su madre en San Bernardo. A la noche, en la pieza que comparte con ella, se acostó en la cama inferior del camarote donde duerme y se quedó dormido. Despertó unas horas después, agitado, pensando que aún seguía preso. Pero vio a su madre ahí.
En medio de la oscuridad, el cabo Reyes sonrió.
Fue ahí que, asegura, escuchó el disparo de un arma.
“Bajé del bus y me fui hacia adelante para ver qué pasaba con mis compañeros. Yo portaba el fusil SIG y veo que la carretera estaba cortada con manifestantes y estos tenían encendidas fogatas, y el tránsito estaba detenido, y yo no veía autos con destino al sur. Pasaba uno que otro vehículo para el sur y ahí había una fogata y en la carretera para el norte había un camión que obstaculizaba el camino. En ese momento la gente nos tiraba piedras y palos, y nos decían groserías y garabatos, y mis dos camaradas que tenían fusil ya habían percutido su munición de fogueo”, sostuvo Juan Carlos Reyes cuando testificó en el cuartel de la PDI.
Ahora, en una oficina del Edificio Bicentenario del Ejército, el cabo recuerda lo que sintió esa noche.
—Estaba muy angustiado, porque la gente estaba descontrolada. Veía las piedras que nos tiraban. Nos gritaban “¡milicos cu...!”. Se nos estaban viniendo encima.
“Yo me parapeto detrás del camión y preparé mi fusil y percutí hacia el cielo, en dirección al norte. Esa munición era de fogueo y yo sabía que era de fogueo, y eso lo hice porque nos estaba rodeando la gente. Eran como 30 personas y nos tiraban piedras y nos estaban atacando. Ahí escuché como una ráfaga de arma automática y yo preparé mi arma nuevamente para disparar, y luego disparé estando de pie. Disparé hacia arriba y en dirección al norte, y en eso comenzó el bus a avanzar y la gente nos tiraba piedras, y ahí nos subimos al bus y a la camioneta, y salimos de la zona de peligro lo más rápido posible. Ahí le reporté inmediatamente a mi capitán que hice uso de un tiro de fogueo y un tiro de guerra, y eso lo hice antes de subir al bus”, agregó Reyes en su declaración voluntaria, enfatizando una última cosa:
“Me dio miedo lo que estaba pasando, ya que veía a la gente que se venía encima, y por eso disparé. Lo hice sin mala intención, lo hice para que esa gente no se acercara”.
La instrucción para el convoy militar fue pasar la noche en la tenencia de Carabineros de Romeral, a 15 kilómetros, por razones de seguridad. Hicieron el conteo de balas y, relata Reyes, él contó que había hecho uso de una munición de fogueo y otra de guerra.
—Cuando terminamos nos fuimos al bus a descansar. Ahí se acerca un suboficial de Carabineros y pide hablar con el jefe de nuestro equipo. Cuando regresa nos cuenta que en la barricada donde estuvimos había una persona fallecida. Fue chocante para mí, para todos.
Entre las dos calzadas de la Ruta 5 había sido herido José Miguel Uribe, de 25 años y padre de un niño. Una bala le atravesó el pecho. En el Hospital de Curicó lo declararon muerto a las 22:45 horas de ese lunes.
—¿Pensaste que pudiste haberlo matado tú?
—No. Porque siempre estuve seguro de que disparé hacia el aire. Estaba convencido de eso.
—Las balas disparadas al cielo también caen.
—Pero yo me preocupé de disparar hacia una zona segura. Entonces por eso estaba seguro de que mi tiro no había alcanzado a ese joven.
El cabo Juan Carlos Reyes fue trasladado a la Brigada de Homicidios de la PDI en Curicó. Entregó su fusil, su celular y dejó que buscaran restos de pólvora entre sus dedos. Pasó toda esa noche allá, sin dormir, junto a sus siete compañeros. A las 6:30 del día siguiente, el 22 de octubre, el fiscal Jaime Rojas le tomó declaración durante una hora. Cerca de las 8:30 le dijeron que iba a quedar detenido por el homicidio de José Miguel Uribe.
—Fue —cuenta Reyes— como que se me vino el mundo encima.
La rabia
Juan Carlos Reyes siempre había querido ser militar. Le gustaba el uniforme, dice. La posibilidad de hacer cosas que otras personas no podían. Pero su sueño de alguna manera se fue olvidando cuando su padre, después de casi veinte años de matrimonio, lo dejó a él, a su madre y a sus dos hermanas mayores.
—Se fue cuando yo tenía como doce años y no supe más de él. Estuve harto tiempo enojado con mi papá. No quería verlo. Hubo ocasiones en que me mandaba saludos con mi tío, pero yo no quería saber nada de él. Mi mamá sufrió mucho y nosotros tratábamos de darle compañía, porque era lo único que podíamos hacer. Si éramos chicos.
Que su padre dejara de un día para otro el departamento donde vivían en San Bernardo dejó a Juan Carlos Reyes sin la persona con la que tenía más cercanía en su casa.
—Él trabajaba de guardia en una empresa. Me llevaba a los trabajos suyos y me quedaba con él todo el día. Me escondía, eso sí. Cuando pasaba su supervisor me escondía en un cuarto. Y cuando trabajaba de conserje me llevaba a la piscina que estaba en el edificio. Tenía buenos recuerdos de mi papá.
—¿Perdiste esa relación cuando se separaron?
—Sí. No hablamos como en siete años. Igual fue difícil, yo creo. Pero no culpo a eso por mi forma de actuar. Me afectó porque veía a mi mamá complicada con el tema. Estaba triste ella. Eso me ponía triste a mí.
Su madre, cuenta Reyes, consiguió trabajo haciendo aseo en una casa cercana y luego en un hogar de ancianos. Cuando terminó su enseñanza básica en una escuela de San Ramón, Juan Carlos Reyes se matriculó en el Liceo Fidel Pinochet de San Bernardo. Ese año, dice, empezó a cambiar.
—Me empecé a desordenar. Me puse un poco más rebelde. Quería parecerme a mis compañeros, entonces hacía la cimarra, me escapaba de clases, no hacía los trabajos, llegaba carreteado. Mi mamá me preguntaba qué me estaba pasando. Por qué tomaba esa actitud. Pero yo no hacía caso. No la escuchaba.
—¿Y qué pasó?
—Me echaron por hacer la cimarra. Me pillaron. En ese momento me dio lo mismo. No quería estudiar. Estaba rebelde. Ahí mi mamá habló con mi abuelita y me trajeron a vivir a San Ramón de nuevo, a la casa donde vivíamos como allegados antes de que a mi mamá le saliera el departamento. Ahí me puse a estudiar en el Centro Municipal Educacional, pero después tuve el problema con la justicia.
En 2008 Juan Carlos Reyes cumplió 15 años en lo que, dice, fue un contexto familiar difícil.
—Nosotros igual éramos bien pobres. Yo era más adolescente, me empezaron a gustar niñas y quería comprarme ropa. Y por eso pensé en salir a robar: quería tener plata para comprarme ropa y también para ayudar a mi mamá. Porque en la casa hubo hartos momentos en que no había para pagar las cuentas. Yo pensaba, con esto llevo plata para la casa y me compro mis cosas.
Fue a fines de octubre. Reyes estaba con cuatro amigos armados en San Ramón una tarde, se subieron a una micro, se bajaron a un par de cuadras y entraron a un minimarket.
—Me quedé cuidando en la entrada. Estaba con adrenalina, asustado igual. Mis amigos sacaron la plata y arrancamos. Pasó un auto de la PDI y la gente en la calle nos apuntó. Ahí cada uno salió corriendo. Yo me fui a la casa de mi abuela; recuerdo que los de Investigaciones nos dispararon en varias ocasiones. Fue la primera vez que escuché balazos.
A Juan Carlos Reyes lo detuvieron el 23 de octubre de 2008 por el delito de robo con intimidación. Según supo, uno de sus compañeros lo había delatado. El 15° Juzgado de Garantía de Santiago decretó su internación provisoria en el CIP del Sename en San Joaquín, mientras se investigaba su caso.
—Son malos los adolescentes allá. Gracias a Dios no tuve un mal pasar, porque llegué a un lugar donde había cabros que me conocían. Entonces llegué vivo, no me pasó nada.
Juan Carlos Reyes estuvo tres meses en ese centro. Pasó la Navidad y Año Nuevo en su dormitorio de dos camarotes. Todas las semanas, su madre iba a verlo. Le llevaba dulces, algunas prendas que tenía en la casa.
—Mi mamá nunca ha expresado mucho sus sentimientos, pero yo la veía y estaba mal. Por eso pensaba harto en ella. Yo decía: “Esto no es para mí. No tengo dedos para el piano”.
—¿Tu padre te fue a ver?
—No. Fue mi abuelita, su mamá. Sé que él quería ir, pero yo no quería verlo. Me mandó una carta, me acuerdo. Me contaba que yo tenía su apoyo. Que cuando quisiera podíamos juntarnos a conversar.
—¿Qué hiciste con esa carta?
—La boté.
El 15 de enero de 2009 el tribunal, en un procedimiento simplificado, le dio una condena de tres años de libertad asistida especial. Al salir, cuenta Reyes, se puso a trabajar. Era, sentía, una forma de salir adelante y de ayudar a su madre. Así que primero la acompañó como temporero en Viluco y luego, a los 16 años, llegó a una fábrica de maniquíes en el centro de Santiago.
—Era ayudante. No me gustaba la pega, pero me aguantaba por la plata. Los maniquíes se hacen con matrices y fibra de vidrio, por eso todos se iban: porque les picaba el cuerpo. Se enronchaban enteros.
Después de 18 meses, Reyes llegó a un molino en San Bernardo para trabajar como ayudante. A los 18 volvió a intentar estudiar para sacar 1{+o} y 2{+o} medio, pero reprobó el año en el Liceo Polivalente de San Bernardo Abad. Así que volvió a trabajar. Fue guardia de seguridad, como su padre, y también obrero en una construcción en Chicureo donde tenía que levantarse a las 6:00 para llegar desde San Bernardo a las 9:00 a su puesto.
—Los maestros allá me decían que no perdiera toda mi vida en la construcción, que aún era cabro. Algunos me preguntaban que por qué no hacía el servicio militar, que ahí podía completar mi educación. Ahí me acordé de que me gustaba el Ejército.
El 2013 se inscribió para el servicio militar del año siguiente y también pasó algo más: falleció su abuela paterna. Antes de que ella muriera, dice, le prometió que buscaría recomponer las cosas con su padre.
Reyes explica que no tuvo problemas para adaptarse a la vida militar. Dice que le gustó la disciplina, que sus compañeros venían de vidas como la de él, de poblaciones como la suya. Ese primer año completó 1{+o} y 2{+o} medio, y el año siguiente terminó su enseñanza media ya como soldado profesional. También se bautizó, hizo su primera comunión y su confirmación. Aunque le faltaba algo más: cumplirle la promesa a su abuela y acercarse a su padre.
—Lo busqué a través de una tía que lo veía. Nos juntamos un día y fue fuerte. Nos costó al principio, pero con el tiempo fue mejorando la situación. Se veía igual a como lo recordaba. Él sabía que yo estaba siguiendo una carrera militar y me decía que estaba orgulloso de mí. Me preguntó por mis hermanas, me dijo que vivía en Puente Alto. Nos demoramos unos meses en entendernos. No fue fácil.
—¿Querías que te pidiera perdón?
—No, pero igual lo hizo. Eso me acercó a él. Entendí que cualquiera puede cometer un error y lo perdoné.
La vida militar de Reyes no se detuvo. Luego de cuatro años capacitándose, en febrero de 2019 aceptaron su postulación como cabo segundo para ser el conductor de vehículos motorizados en el Regimiento Bellavista.
—Yo sentía —dice él— que ya no era el mismo de antes, que ya no era la oveja negra de mi familia.
El alivio
Lo primero que el cabo Reyes hizo cuando supo que sería detenido por la muerte de José Miguel Uribe fue llamar a su madre.
—Le digo: “Siéntese”. Le digo: “¿Sabe qué? Estoy en Curicó, me están dejando detenido por un homicidio”. Dijo: “Pucha”, como que se puso a llorar. Yo la escuché triste y le corté.
Reyes quedó solo en el calabozo del cuartel de la PDI. Tuvo que entregar su uniforme a sus compañeros y quedó con ropa de civil. Con ese acto, sentía, dejaba de ser parte del Ejército. En la noche repasó todo lo que había sucedido y lo que podía venir. Su mayor miedo era quedar preso. Pasar, otra vez, las fiestas de fin de año desde una celda. Al día siguiente fue su audiencia de formalización.
—Recuerdo que entré a la sala y estaba lleno de prensa, de cámaras, de gente. Recuerdo que entré escoltado por Gendarmería, esposado de las manos y de los pies.
En esa audiencia el fiscal Jaime Rojas expuso como argumento que el cabo Reyes había disparado una munición de guerra en el mismo sector donde había fallecido Uribe. También recordó que en 2009 había recibido una condena por robo con intimidación.
Eso, dice Rodrigo Flores, defensor de Reyes, lo molestó.
—Estaba absolutamente descontextualizada esa información. Era una causa en la que él era menor de edad. Existe un consenso dentro de la comunidad jurídica en que los antecedentes de adolescentes no deben ser metidos en causas de adultos, porque no constituyen ningún aporte. Lo que hacen, por el contrario, es solamente construir prejuicios en contra de las personas.
En esa misma audiencia, Flores expuso que “la autopsia mostrará que no es concordante el daño balístico que sufrió la víctima con el fusil que portaba mi defendido”.
—Lo que nosotros explicamos es que con una bala como la que él disparó los efectos que habría provocado en el organismo habrían sido mucho mayores a los que se evidenciaban. ¿Por qué? Porque solo se mostraba en la fotografía un orificio de entrada, inferior a 0,8 mm, y de salida de 1,2 mm. La experiencia dice que una bala de guerra lo que produce es un desgarro a la salida. Y ese desgarro solo se explica por una lesión que es grande, del porte de un puño. Y no era lo que estaba ahí —profundiza, ahora, Flores.
Aun así, el tribunal decretó cuatro meses de investigación y prisión preventiva para Reyes, que tendría que cumplir en un penal militar en Peñalolén. Al final de su formalización, cuatro funcionarios del Ejército se lo llevaron esposado a Santiago en una camioneta.
—Me pareció que estaban siendo muy injustos conmigo, porque me condenaron muy rápido. Solo por el hecho de ser militar —dice Juan Carlos Reyes.
Su madre fue a verlo al día siguiente. Iba acompañada de la novia del cabo, con la que llevaba cinco meses de relación.
—Les dije que era inocente, que yo no había sido el de la bala que le dio muerte a ese joven. Pero ellas estaban súper mal. No me decían mucho, pero tenían cara de no haber dormido, de haber llorado.
Al cabo Reyes no solo le preocupaba la pena de diez años que tendría que cumplir en caso de ser condenado. También temía por lo que podía pasar con su madre si se iba preso. Porque su sueldo de militar, sumado a lo que ella ganaba haciendo aseo en una iglesia los fines de semana, era todo el dinero que tenían para subsistir. Si lo daban de baja, ella ya no podría contar con esos ingresos. Además, tenía miedo de que fueran a hacerle algo. Una vez, cuenta Reyes, su madre le dijo que había escuchado que irían a funarle la casa. Eso nunca pasó, pero cada tanto el cabo pensaba en qué pasaría si un día alguien iba a su departamento en San Bernardo a agredirla sin que él pudiese hacer algo. Toda su vida, entendió pronto, giraba en torno al peritaje balístico que haría la PDI. En eso pensaba mientras trotaba alrededor de la cancha del penal o cuando jugaba cartas con los otros reclusos. Justamente estaba en eso cuando recibió un llamado de Rodrigo Flores.
—Me dijo que se había enterado de que la Fiscalía de Curicó iba a retirar los cargos de homicidio contra mí, porque iban a formalizar a otra persona por ese delito.
Esa persona era el empresario de Lontué Francisco Fuenzalida Calvo, de 60 años, que ya había sido formalizado y estaba en prisión preventiva por, según la fiscalía, haber disparado y herido a manifestantes en la Alameda de Curicó, el mismo día de la muerte de Uribe, con una pistola 9 mm.
El 10 de diciembre, efectivamente, le retiraron los cargos por homicidio a Reyes.
—El peritaje balístico concluyó que no es posible determinar el calibre de la munición que provocó la muerte a José Miguel Uribe. Pero indica que los efectos de la bala en su cuerpo no son compatibles con los de una munición de guerra —explica Rodrigo Flores—. Juan Carlos sigue estando formalizado por disparo injustificado de arma de guerra, pero creo que también le van a retirar esos cargos.
Flores dice algo más:
—Una lección grande que nos tiene que quedar a todos después de esto es no enjuiciar previamente a las personas. Tener siempre a la vista la presunción de inocencia. Frente a un hecho de tanta connotación pública, tan mediático, creo que lo que se hizo fue dar una respuesta rápida, pero con muy poco fundamento. Y eso, finalmente, lo que hace es contribuir al desprestigio del sistema jurídico.
Esa tarde el cabo Reyes regresó al departamento de dos dormitorios de su madre en San Bernardo. A la noche, en la pieza que comparte con ella, se acostó en la cama inferior del camarote donde duerme y se quedó dormido. Despertó unas horas después, agitado, pensando que aún seguía preso. Pero vio a su madre ahí.
En medio de la oscuridad, el cabo Reyes sonrió.