La hija de Hugo Bustamante cuenta que se enteró por televisión. Que estaba en su trabajo, rodeada de personas, viendo cómo la policía develaba la prueba necesaria para imputar a su padre como principal sospechoso del crimen de Ámbar Cornejo. Detrás de su mascarilla, con sus ojos destapados, un rasgo inequívoco de su parentezco con Hugo Bustamante, asegura que quedó congelada y en completo silencio: el cuerpo de la víctima estaba enterrado en el living de la casa de su progenitor.
En el artículo publicado por “Sábado” en agosto del 2016, titulado “Un doble homicida entre nosotros”, y al final de una de las entrevistas con Bustamante Pérez en Villa Alemana, este mencionó la existencia de una hija de la que pocos tenían registro, y con quien aseguraba haber retomado contacto tras su estadía en la cárcel. Ella es Marcela, 30 años, con quien acordamos cambiar su nombre de pila, por su temor a sufrir represalias o ser acosada en redes sociales.
—Lo único que escuchaba era lo que decían mis colegas –continúa Marcela, sobre el día en que el cuerpo Ámbar fue encontrado–. Decían: “ese animal”, “ese conch…”, “ese hijo de p…”, “si lo tengo enfrente lo mato”. Yo solo me acuerdo que me mordía la lengua y seguía trabajando como si nada.
—¿Qué te pasaba interiormente?
—No sé. Me daban ganas de decir que el “conch…” del que hablaban es mi papá, porque, sé que es dificil de entender, pero a veces siento que no estan hablando de la persona que conocí o con la cual me relacioné. Es como si estuvieran hablando de otra persona.
—¿Pero sospechabas de él, no?
—Nunca lo descarté. Pero antes le había prestado mi apoyo.
—Yo crecí siempre sabiendo quién era mi padre —dice Marcela, a pocos días del apresamiento de Bustamante en Limache—. Mi madre jamás me lo ocultó. De siempre supe que él estaba preso. Él ha pasado casi toda su vida en la cárcel.
Su figura paterna, explica, fue su abuelo materno. Creció bajo su cuidado y el de su abuela en una casa de Villa Alemana, mientras su madre trabajaba como empleada doméstica en la misma comuna. Cuando tenía cinco años, recuerda, y a través de su familia paterna, Hugo Bustamante pidió conocerla.
—Hasta ese tiempo él no era tema para mí —dice Marcela—. Muchas veces me llevaron engañada a verlo o, como a todo niño, me seducían diciéndome que me comprarían algo si iba y yo accedía.
—¿Cómo era tu padre en esas visitas?
—La verdad muy cariñoso, atento y siempre preocupado de tenerme un presente o dinero. Quizá no era mucho, pero era lo que él podía en ese entonces. Pero nunca fue de mi agrado visitar ese lugar. Tengo recuerdos tristes de esas visitas. Varias veces llegué llorando a mi casa, porque tu comprenderás que ese no es un lugar para un niño. Veía muchos hombres, no de muy buen aspecto, y muchas cosas no las comprendía.
Al poco tiempo, Marcela le suplicó a su madre que no la dejara ir más. No supo más de su padre. Ni siquiera el año 1999, cuando fue puesto en libertad. Recién en 2004, cuenta, se animó para visitarlo en la casa que compartía con la parvularia Verónica Vásquez y el hijo de esta, Eugenio Honorato, de 9 años. Para ese entonces, Bustamante Pérez administraba un almacén en la misma propiedad. Marcela tenía 14 años.
—Él en ese momento tenía una buena situación económica —cuenta Marcela al teléfono desde Villa Alemana—. Recuerdo haber salido con él en ocasiones a comprarme ropa, pero era Verónica la que lo incitaba a eso. Ella era una mujer muy tierna, muy cariñosa. Siempre lo incentivó a recuperarme como hija.
—¿Pero él lo intentaba? ¿Lo veías interesado?
—Mi padre nunca ha sido mucho de demostrar afecto por las personas. Siempre ha sido un hombre muy duro. Pero de alguna manera yo, como hija, lograba llegar a su corazón. Era cariñoso. A veces lloraba y me pedía disculpas por no ser un papá presente como yo merecía. Le venía esa culpa y en ese momento era importante para mí escuchar eso. Yo lo veía arrepentido. Le veía caer sus lágrimas. Ahora, con lo que ha pasado, lo pongo en duda.
—¿Cómo era esa casa? ¿Con qué sensaciones quedabas después de ir para allá?
—Esa casa quedaba a pocas cuadras de donde ocurrió lo de ahora. Nunca vi peleas. Verónica era muy accesible a todo lo que él decía. Nunca vi una discusión de por medio. Mi padre era el que llevaba las riendas de la casa. Veía las cuentas del negocio, se invertía en lo que él decía. Y Verónica siempre respondía con un “sí”, o un “bueno, amor”.
El 9 de enero de 2005, a pocos meses de haber retomado el contacto con su padre, Hugo Bustamante asesinó a Verónica Vásquez y a su hijo. La historia es conocida: movido por conseguir parte del dinero de la venta de una casa de Verónica, Bustamante estranguló, descuartizó e introdujo a ambos en un tambor que enterró en el patio de una casa del sector de El Belloto, que arrendó con ese propósito. El 25 de ese mes, alertada por las denuncias de vecinos por el mal olor que emanaba de la casa, la PDI encontró los cuerpos de Verónica y Eugenio. Marcela se enteró del asesinato y la detención de su padre mientras bajaba la escalera de su casa.
—Mi papi, o sea mi tata, le estaba contando a mi madre lo que había escuchado en la radio —recuerda Marcela—. Yo iba bajando y lo oí de casualidad. Era muy temprano en la mañana. Apenas lo escuché, rompí en llanto. No podía creer lo que había hecho.
La prensa, cuenta Marcela, comenzó a buscar a su madre para entrevistarla. Y en marzo, sus amistades del colegio comenzaron a sospechar de algo que, hasta entonces, por el prontuario de su padre, prefería mantener en reserva: que era hija de Hugo Bustamante, el ahora llamado “asesino del tambor”. Luego que algunos apoderados prohibieran a sus hijos mantener contacto con ella, su madre decidió retirarla del colegio. Una de las secuelas que sufrió durante ese periodo, dice, fueron los problemas para dormir y los sueños recurrentes con Verónica y Eugenio. Transitó por varios psicólogos y comenzó a medicarse para descansar. Al año siguiente, como una manera de cerrar un ciclo, Marcela decidió mirar el capítulo del programa Mea Culpa, dedicado al crimen de su padre, el mismo día de la emisión.
—Mi mamá me lo había prohibido —dice Marcela—. Planifiqué acostarme temprano y me hice la dormida. Yo sentía la necesidad de saber cómo ocurrieron las cosas, de por qué él había cometido semejante crimen. Recuerdo haber puesto el volumen bien bajito y estar muy cerca del televisor. Lloraba en silencio. No podía creer ni razonar lo que estaba viendo. Mi mamá llego casi terminando el capítulo y me pilló llorando desconsoladamente. Me abrazó fuerte y no dijo mucho. Lo único que recuerdo es que me dijo que todo iba a estar bien.
—Mi mamá me ayudó a alejarme de él —cuenta Marcela—. Yo pensaba que si aguantaba esos golpes, quizá terminaría como Verónica. Fue un tiempo difícil. Vivía con mi madre, yo ya tenía dos hermanos menores y había que buscar el sustento. Me acuerdo que una vecina me regaló cinco mil pesos y eso lo invertí en verdura. Vendí bolsas de ensaladas por más de un mes juntando plata que iba a necesitar mi hijo. Su papá nunca me ha ayudado.
Ya convertida en madre, Marcela terminó sus estudios en un colegio técnico profesional. Trabajó en distintos oficios en Villa Alemana y de vez en cuando se cruzaba con su abuela paterna, la madre de Hugo Bustamante, que le extendía los saludos de su hijo. Marcela dice que no sabía cómo reaccionar. En junio de 2016, mirando noticias, se enteró que su padre sería puesto en libertad condicional junto a otros 788 reos de la Quinta Región.
—¿Qué sensación tuviste cuando supiste que saldría en libertad?
—En su momento pensé en buscarlo para pedirle explicaciones. Que me contara qué estaba pensando. Por qué lo hizo.
En uno de esos encuentros con su abuela en el centro de Villa Alemana, esta le dijo que Bustamante quería retomar el contacto con ella. Marcela, nerviosa, accedió a visitarlo. Antes, lo habló con su madre. Ella le dijo que ya estaba grande y que era su decisión hacerlo. El día del reencuentro, cuenta Marcela, tomó un Uber hasta la casa familiar de Bustamante Pérez, donde años después inhumaría el cuerpo de Ámbar.
Cuando la vio, Bustamante se puso a llorar.
—Me encontré con un hombre ya viejo, arrepentido, con lagrimas en los ojos. No podía creer que la mujer que tenía enfrente era esa niña pequeña que había dejado de ver durante tanto tiempo. Ya era abuelo de dos niños.
—¿Qué hizo cuando te vio?
—Él me abrazo fuertemente. Y entre risa y llanto me decía que yo era la única mujer capaz de hacerlo llorar. Yo respondí a esas manifestaciones de cariño, pero con nerviosismo. No olvidaba lo que había hecho.
—¿Pudiste preguntarle por eso?
—No tuve el valor para hacerlo.
Ese día, cuenta Marcela, tomaron once junto a la hermana, la madre y sobrinos de Bustamante, quien hablaba de su reinserción, de sus ganas de surgir. Para entonces, vendía frutos secos y cabritas. El dinero, dice, siempre ha sido un tema central para Bustamante: recuerda escucharlo soñar con comprar propiedades, invertir en bienes a los que no tenía acceso, o conversando por teléfono con conocidos impostando una mejor situación económica de la que tenía. El dinero, agrega Marcela, siempre le era escaso.
—Yo creo que esos momentos de ira que tiene se dan por ambición. Él siempre trataba de demostrar aires de grandeza, pero yo le decía que para eso tenía que trabajar. Yo pensé que por su prontuario iba a volver a delinquir.
Por eso se alegró, dice Marcela, cuando lo vio trabajando como guardia o vendiendo desayunos en la feria. Con el dinero que conseguía, fue ampliando la pequeña habitación de vulcanita que tenía anexa a la casa de su madre. Construyó una cocina, un baño, un dormitorio. Cierta estabilidad económica vino acompañada de breves relaciones de pareja que a Marcela le costaba comprender.
—Él tiene esa facilidad de envolver a la gente. Me daba cuenta por el tema de sus parejas. Porque, claro, imagínate, ¿cómo convences a una mujer de tener una relación, una vida marital, sexual o lo que sea, siendo que saliste de la cárcel hace poco por un asesinato doble? Tiene esa facilidad de envolver a la gente.
Aunque con Denisse Llanos, la madre de Ámbar, explica Marcela, fue distinto. Según ella, entre ambos había una complicidad que no había visto en las otras relaciones que Bustamante mantuvo desde su libertad en 2016.
—Con ella congeniaba bien. Andaban para todos lados juntos. Trabajaban juntos. Yo los veía bien, haciendo una vida de familia, porque el hijo de Denisse también vivía ahí.
—¿Conociste a Ámbar en esas visitas a la casa?
—No, la verdad es que yo nunca conocí a esta niña. A raíz de lo que pasó, empecé a saber de ella. Efectivamente, ella iba todos los meses a buscar su pensión, pero siempre de la puerta hacia afuera. Mi familia paterna me ha dicho que esta niña era como muy explosiva, que siempre escuchaban peleas con su mamá. Al hijo sí lo conocí, porque él pasaba mucho tiempo con la familia de mi tía y con mis primos más chicos.
—¿Cómo era tu padre en las reuniones familiares que tenían?
—Alegre. De compartir, de tirar la talla. A mí siempre me decía: “Oye, yo no sé si eres hija mía, tu mamá me dijo que eras hija mía, nomás, pero no nos parecemos en nada”. Siempre tiraba tallas como esa. Yo se las devolvía y le decía: “Capaz, po', porque yo soy demasiado inteligente para ser hija tuya”.
—¿Lograste tomarle cariño?
—Sí, se podría decir que sí. Porque, imagínate: yo, por ejemplo, tuve covid-19 y él hizo una colecta para ayudarme, con la familia me mandaban plata, mercadería. De repente, no sé, miro las noticias y no puedo creer que sea la misma persona que tuve al lado. Es una persona que desconozco. Porque nunca lo vi agresivo, nunca lo vi fuera de sí, ni con algún tipo de esas conductas.
—¿Sabes si mantuvo algún tratamiento psiquiátrico durante este tiempo?
—Tengo entendido que sí. Una vez vi que tenía ácido valproico. Él me comentaba que le daban ese tipo de pastillas y una vez me mencionó que tenía que ir a médico para seguir con el tratamiento. Estaba preocupado de eso, pero no sé hasta qué punto, porque no estaba haciendo un buen uso de sus medicamentos.
—Yo subí, porque Denisse estaba muy nerviosa —dice Marcela—. Cuando llegué, mi papá y la Denisse estaban drogados en clonazepam. En un momento una funcionaria de la PDI pidió hablar con la Denisse, y con mi prima la fuimos a buscar, pero ella no se podía parar. “No, en esas condiciones no podemos hablar con ella”, dijo la funcionaria. Creyeron que estaba borracha, pero les dije que no, que habían tomado clonazepam por el nerviosismo de la situación. La Denisse era un estropajo, no podíamos mantenerla en pie. La senté en un lugar en el patio, le di café. Después la llevamos a acostarse a su pieza.
Cuando entraron a la casa para acostar a Denisse, recuerda Marcela, Hugo Bustamante ingresó con ellas y se sentó en un sillón. En el mismo living donde cinco días después la policía encontraría el cuerpo de Ámbar descuartizado al interior de tres coolers, ubicados de cabeza bajo láminas de cholguán, cera con olor a parafina, 80 centímetros de tierra y el piso de madera sobre el que ella estaba parada.
—Se sentó en ese sillón y me miraba —recuerda Marcela—. Me decía que él era la peor huevá de padre que yo hubiese podido tener. Que no merecía que yo estuviera ahí, que yo siempre había sido la niña de sus ojos, que no se iba a perdonar nunca lo que me había hecho. Y balbuceaba cosas que en su momento no me hacían mucho sentido.
—¿En el fondo crees que te estaba pidiendo disculpas por lo que había hecho con Ámbar?
—En ese momento lo asocié a lo que ya había pasado anteriormente.
—¿Qué le dijiste cuando comenzó a hablarte así?
—Le dije: “¿Qué vas a hacer sentado ahí?, mira la hora, el frío que hace”. “Déjenme aquí”, dijo y se puso a tomar. No me paraba de mirar. Estaba con lágrimas. Mi pareja también estaba conmigo y me pidió que lo dejara ahí, que estaba curado, drogado. Lo sentí como con pena, con angustia.
—¿Viste algo extraño en la casa? ¿El piso no te pareció recién cambiado?
—La verdad es que no vi ningún arreglo en la casa. Era el mismo piso que veía desde que empecé a ir para allá. No vi nada anormal. O quizá, por las circunstancias, no me percaté si él había cambiado algo. Nunca me imaginé que esa niña estaba ahí y si me pongo a pensarlo más fríamente, estuve arriba del cuerpo de esa niña.
—¿A pesar que la PDI no obtuvo resultados ese día, no hubo nada que te hiciera dudar de tu padre?
—Hubo algo. Un momento en que él le dijo a la Denisse: “Vo' me traicionaste”. Creo que él debe haber pensado que la Denisse ya había hablado. Yo lo escuché y le dije: “¿De qué traición estái hablando?”. Se quedó callado. Agachó la cabeza y no habló más. Dentro de mí, pensé: “Estos tienen algo que ver. Estos huevones algo hicieron con esta niña”.
—¿Cómo era el comportamiento de Denisse durante esos días?
—Estaba más preocupada de lo que podía pasar con Hugo. No trató de buscar a su hija o de hacer contacto con gente que la conociera. Eso era raro.
Esa noche, Marcela durmió en la casa de su tía. Al día siguiente, dice, y como uno de los familiares estaba de cumpleaños, realizaron un almuerzo en el que Hugo Bustamante no estuvo presente. Horas antes, explica, su padre había salido con la excusa de cotizar materiales para construcción en una tienda de Villa Alemana. Como lo hacía cada vez que salía, Bustamante evitaba transitar por la calle para no cruzarse con gente. Prefería hacerlo por la quebrada que hay frente a su casa, donde un grupo de vecinos realizaban uno de los tantos barridos que hicieron tratando de ubicar algún rastro de Ámbar. Cuando lo vieron, dice Marcela, comenzó un cruce de palabras. Ellos salieron y se enfrentaron a gritos.
—¿Ni él ni Denisse tuvieron intenciones de sumarse a la búsqueda durante esos días?
—No.
—Y ustedes, ¿por qué no lo hicieron tampoco?
—La verdad, la misma gente de la PDI me conversaba y me decía que la niña no era primera vez que desaparecía; entonces, fue como “ya, la madre le pasó plata, quizá se fue a carretear, quizá anda por ahí”. Porque igual habían transcurrido pocos días de su desaparición.
Más tarde, ese mismo día, personal de la PDI volvió para continuar con las pericias.
—No encontraron nada —dice Marcela—. Entonces fue como pucha, si PDI no encontró nada, ¿qué pruebas tengo yo? Igual en su momento me acerqué a Bustamante y le dije: “Hugo, ¿tú tenís algo que ver en esto?, por favor dime la verdad, confía en mí, y si necesitas ayuda yo te la voy a dar, pero por favor confía en mí”. “Nooo”, me dijo, “imagínate si hubiese pasado algo, tú sabís que aquí vive mi mamá, viven mis sobrinos, hubieran escuchado algo, visto algo, imagínate si me hubiese llevado un cadáver de aquí. Me hubiese visto medio mundo”. Después empecé a sacar conclusiones: esto fue un 29, día miércoles, donde mi abuela no estaba, mi tía estaba en la feria, solamente estaban mis primas chicas, con su hijo, y con sus hermanos chicos; entonces, y por la hora a la que fue la niña a buscar la plata, deben haber estado durmiendo. Si pasó algo, ellos no se enteraron.
Minutos antes que Marcela compartiera esta respuesta con “Sábado”, el padre de Ámbar, Ulises Cornejo, en su primera entrevista en televisión apuntó no solo a la responsabilidad de Bustamante y Denisse Llanos. Según él, la familia de Hugo Bustamante también debe caer con él.
—¿Escuchaste esa declaración?
—Sí. Creo que el papá de esta niña habla desde su dolor, para buscar responsables. Mi abuela, mi tía, mis primas, no tienen nada que ver en esto. Yo igual lo entiendo. En un momento dentro de mí estuvieron las ganas de poder ayudarlo e ir con una demanda en contra de Denisse, porque de verdad a mí nadie me saca de la cabeza que esto lo planificaron los dos.
—De todas maneras, ¿comprendes que haya dudas sobre eso, tomando en cuenta la violencia que se requiere para lo que hizo tu padre?
—Es que claro sí, no sé. Quizá en qué condiciones entraron a esa niña a esa casa. No me lo imagino. Aparte que esta niña no entró sola, si no acompañada de alguien conocido de la casa, o por Denisse, que es lo más lógico, porque no creo que si el Hugo le decía que pasara ella hubiera entrado.
—¿Cómo crees que vas a vivir con esta historia a cuestas?
—Es que lo que pasa es que no me siento responsable de nada. Estuve en el momento equivocado en esa casa. Lamentablemente se dio la coincidencia de que las dos veces que hizo eso, yo estaba presente en su vida. Si te pones a pensar, Ámbar era una niña. Independiente que todos dijeran que la cabra aquí, que allá, era una niña. Y su vida no merecía el final que tuvo.
Ella dice que ha dejado de comer y que en su casa el televisor permanece apagado la mayor parte del día. Evitan mirar noticias y han tomado medidas para que sus dos hijos no revisen publicaciones en internet.
—Aunque el más grande ha visto a su tata Hugo en la tele —cuenta Marcela.
—¿Y sabe lo que pasó?
—Sí, pero como que se encierra en su mundo, en sus videojuegos, en sus cosas de niños.
—¿Cómo crees que vas a enfrentar el momento en que te pregunten por su abuelo, cuando tengas que contarle esta historia?
—Tengo un muy buen ejemplo de madre que es mi mamá. Yo nunca crecí con mentiras. Entonces pretendo hacer lo mismo con mis hijos. No ocultarle las cosas, porque creo que sería mucho más doloroso que se enteren por otro lado y no por su mamá. Yo llevo su apellido. Ellos también llevan su apellido. En algún momento lo voy a tener que afrontar y contarles la verdad.
A pesar de eso, explica, Marcela está planificando cambiar su apellido para disminuir las probabilidades de ser vinculada con Hugo Bustamante.
—¿Qué confianza crees que le doy a una persona si estoy postulando a un trabajo? Llevo un apellido manchado, porque él lo manchó. Obviamente llevo su sangre, pero quiero sacarme eso de encima.
—¿Logras comprender por qué tu padre se ha visto involucrado en estos crímenes?
—No. Él evidentemente tiene un probema psicológico. Quizá tiene que ver con su ambición. Pero estamos hablando de mutilar un cuerpo. Más encima ahora, en los antecedentes aparece que violó a esta niña. Es algo que no tiene ninguna explicación, ni lógica. Solamente una mente enferma es capaz de participar en algo así. Él y Denisse son un par de enfermos.
—¿Qué crees que fue lo que falló en el caso de tu padre? ¿Nunca debió obtener la libertad condicional o necesitó también más y mejor ayuda para no verse involucrado en algo así nuevamente?
—El sistema judicial falló. El tema fue que había demasiados presos y tenían que hacer cupo para los nuevos. Pero estamos hablando de una persona que cometió un doble homicido. No estamos hablando de una persona, entre comillas, digna de andar por la calle. Mi padre no merecía estar libre. Por el bien común. Por él y por la gente que lo rodeaba.
—¿Tienes miedo a que su comportamiento sea hereditario?
—No. La crianza que yo tuve no tiene nada que ver con la suya. Somos personas distintas. Y la crianza que le he dado a mis hijos tampoco tiene nada que ver.
—¿Crees que en el futuro puedas recuperar un lazo con él? ¿O quizá pedirle alguna explicación?
—No. Con esto ya no. Si él hubiera querido aprovechar la oportunidad que le di como hija, y que le dio su familia, ¿tú crees que hubiera hecho lo que hizo? Mi interés no es volver a verlo, no es volver a tener contacto con él. Con lo que que hizo perdió su familia, perdió todo.
—¿A ti también?
—Sí. Para siempre.
En el artículo publicado por “Sábado” en agosto del 2016, titulado “Un doble homicida entre nosotros”, y al final de una de las entrevistas con Bustamante Pérez en Villa Alemana, este mencionó la existencia de una hija de la que pocos tenían registro, y con quien aseguraba haber retomado contacto tras su estadía en la cárcel. Ella es Marcela, 30 años, con quien acordamos cambiar su nombre de pila, por su temor a sufrir represalias o ser acosada en redes sociales.
—Lo único que escuchaba era lo que decían mis colegas –continúa Marcela, sobre el día en que el cuerpo Ámbar fue encontrado–. Decían: “ese animal”, “ese conch…”, “ese hijo de p…”, “si lo tengo enfrente lo mato”. Yo solo me acuerdo que me mordía la lengua y seguía trabajando como si nada.
—¿Qué te pasaba interiormente?
—No sé. Me daban ganas de decir que el “conch…” del que hablaban es mi papá, porque, sé que es dificil de entender, pero a veces siento que no estan hablando de la persona que conocí o con la cual me relacioné. Es como si estuvieran hablando de otra persona.
—¿Pero sospechabas de él, no?
—Nunca lo descarté. Pero antes le había prestado mi apoyo.
El asesino del tambor
Marcela nació en 1990, mientras Hugo Bustamante cumplía pocos meses de su primera condena de diez años por cometer nueve robos en lugar habitado, cuatro hurtos y cinco robos con fuerza. Fue fruto de un matrimonio fugaz al que, según los informes psiquiátricos y psicológicos respondidos por su padre en ese periodo, se presentó ebrio después de su despedida de soltero. Marcela dice que nunca ha querido hurgar en la historia de sus progenitores. Solo sabe que su madre cortó la relación con Bustamante al enterarse de su doble vida como delincuente y de una supuesta infidelidad descubierta durante el proceso.—Yo crecí siempre sabiendo quién era mi padre —dice Marcela, a pocos días del apresamiento de Bustamante en Limache—. Mi madre jamás me lo ocultó. De siempre supe que él estaba preso. Él ha pasado casi toda su vida en la cárcel.
Su figura paterna, explica, fue su abuelo materno. Creció bajo su cuidado y el de su abuela en una casa de Villa Alemana, mientras su madre trabajaba como empleada doméstica en la misma comuna. Cuando tenía cinco años, recuerda, y a través de su familia paterna, Hugo Bustamante pidió conocerla.
—Hasta ese tiempo él no era tema para mí —dice Marcela—. Muchas veces me llevaron engañada a verlo o, como a todo niño, me seducían diciéndome que me comprarían algo si iba y yo accedía.
—¿Cómo era tu padre en esas visitas?
—La verdad muy cariñoso, atento y siempre preocupado de tenerme un presente o dinero. Quizá no era mucho, pero era lo que él podía en ese entonces. Pero nunca fue de mi agrado visitar ese lugar. Tengo recuerdos tristes de esas visitas. Varias veces llegué llorando a mi casa, porque tu comprenderás que ese no es un lugar para un niño. Veía muchos hombres, no de muy buen aspecto, y muchas cosas no las comprendía.
Al poco tiempo, Marcela le suplicó a su madre que no la dejara ir más. No supo más de su padre. Ni siquiera el año 1999, cuando fue puesto en libertad. Recién en 2004, cuenta, se animó para visitarlo en la casa que compartía con la parvularia Verónica Vásquez y el hijo de esta, Eugenio Honorato, de 9 años. Para ese entonces, Bustamante Pérez administraba un almacén en la misma propiedad. Marcela tenía 14 años.
—Él en ese momento tenía una buena situación económica —cuenta Marcela al teléfono desde Villa Alemana—. Recuerdo haber salido con él en ocasiones a comprarme ropa, pero era Verónica la que lo incitaba a eso. Ella era una mujer muy tierna, muy cariñosa. Siempre lo incentivó a recuperarme como hija.
—¿Pero él lo intentaba? ¿Lo veías interesado?
—Mi padre nunca ha sido mucho de demostrar afecto por las personas. Siempre ha sido un hombre muy duro. Pero de alguna manera yo, como hija, lograba llegar a su corazón. Era cariñoso. A veces lloraba y me pedía disculpas por no ser un papá presente como yo merecía. Le venía esa culpa y en ese momento era importante para mí escuchar eso. Yo lo veía arrepentido. Le veía caer sus lágrimas. Ahora, con lo que ha pasado, lo pongo en duda.
—¿Cómo era esa casa? ¿Con qué sensaciones quedabas después de ir para allá?
—Esa casa quedaba a pocas cuadras de donde ocurrió lo de ahora. Nunca vi peleas. Verónica era muy accesible a todo lo que él decía. Nunca vi una discusión de por medio. Mi padre era el que llevaba las riendas de la casa. Veía las cuentas del negocio, se invertía en lo que él decía. Y Verónica siempre respondía con un “sí”, o un “bueno, amor”.
El 9 de enero de 2005, a pocos meses de haber retomado el contacto con su padre, Hugo Bustamante asesinó a Verónica Vásquez y a su hijo. La historia es conocida: movido por conseguir parte del dinero de la venta de una casa de Verónica, Bustamante estranguló, descuartizó e introdujo a ambos en un tambor que enterró en el patio de una casa del sector de El Belloto, que arrendó con ese propósito. El 25 de ese mes, alertada por las denuncias de vecinos por el mal olor que emanaba de la casa, la PDI encontró los cuerpos de Verónica y Eugenio. Marcela se enteró del asesinato y la detención de su padre mientras bajaba la escalera de su casa.
—Mi papi, o sea mi tata, le estaba contando a mi madre lo que había escuchado en la radio —recuerda Marcela—. Yo iba bajando y lo oí de casualidad. Era muy temprano en la mañana. Apenas lo escuché, rompí en llanto. No podía creer lo que había hecho.
La prensa, cuenta Marcela, comenzó a buscar a su madre para entrevistarla. Y en marzo, sus amistades del colegio comenzaron a sospechar de algo que, hasta entonces, por el prontuario de su padre, prefería mantener en reserva: que era hija de Hugo Bustamante, el ahora llamado “asesino del tambor”. Luego que algunos apoderados prohibieran a sus hijos mantener contacto con ella, su madre decidió retirarla del colegio. Una de las secuelas que sufrió durante ese periodo, dice, fueron los problemas para dormir y los sueños recurrentes con Verónica y Eugenio. Transitó por varios psicólogos y comenzó a medicarse para descansar. Al año siguiente, como una manera de cerrar un ciclo, Marcela decidió mirar el capítulo del programa Mea Culpa, dedicado al crimen de su padre, el mismo día de la emisión.
—Mi mamá me lo había prohibido —dice Marcela—. Planifiqué acostarme temprano y me hice la dormida. Yo sentía la necesidad de saber cómo ocurrieron las cosas, de por qué él había cometido semejante crimen. Recuerdo haber puesto el volumen bien bajito y estar muy cerca del televisor. Lloraba en silencio. No podía creer ni razonar lo que estaba viendo. Mi mamá llego casi terminando el capítulo y me pilló llorando desconsoladamente. Me abrazó fuerte y no dijo mucho. Lo único que recuerdo es que me dijo que todo iba a estar bien.
El reencuentro
Marcela recuerda la mano de su pololo apretando su cuello. Estaban acostados. Su celular había sonado, explica, y en un ataque de celos su pareja intentó ahorcarla para luego romper su celular. Fue la primera y única vez, dice, que sufrió un episodio de violencia por parte del padre de su primer hijo. Para ese entonces tenía 17 años y estaba embarazada.—Mi mamá me ayudó a alejarme de él —cuenta Marcela—. Yo pensaba que si aguantaba esos golpes, quizá terminaría como Verónica. Fue un tiempo difícil. Vivía con mi madre, yo ya tenía dos hermanos menores y había que buscar el sustento. Me acuerdo que una vecina me regaló cinco mil pesos y eso lo invertí en verdura. Vendí bolsas de ensaladas por más de un mes juntando plata que iba a necesitar mi hijo. Su papá nunca me ha ayudado.
Ya convertida en madre, Marcela terminó sus estudios en un colegio técnico profesional. Trabajó en distintos oficios en Villa Alemana y de vez en cuando se cruzaba con su abuela paterna, la madre de Hugo Bustamante, que le extendía los saludos de su hijo. Marcela dice que no sabía cómo reaccionar. En junio de 2016, mirando noticias, se enteró que su padre sería puesto en libertad condicional junto a otros 788 reos de la Quinta Región.
—¿Qué sensación tuviste cuando supiste que saldría en libertad?
—En su momento pensé en buscarlo para pedirle explicaciones. Que me contara qué estaba pensando. Por qué lo hizo.
En uno de esos encuentros con su abuela en el centro de Villa Alemana, esta le dijo que Bustamante quería retomar el contacto con ella. Marcela, nerviosa, accedió a visitarlo. Antes, lo habló con su madre. Ella le dijo que ya estaba grande y que era su decisión hacerlo. El día del reencuentro, cuenta Marcela, tomó un Uber hasta la casa familiar de Bustamante Pérez, donde años después inhumaría el cuerpo de Ámbar.
Cuando la vio, Bustamante se puso a llorar.
—Me encontré con un hombre ya viejo, arrepentido, con lagrimas en los ojos. No podía creer que la mujer que tenía enfrente era esa niña pequeña que había dejado de ver durante tanto tiempo. Ya era abuelo de dos niños.
—¿Qué hizo cuando te vio?
—Él me abrazo fuertemente. Y entre risa y llanto me decía que yo era la única mujer capaz de hacerlo llorar. Yo respondí a esas manifestaciones de cariño, pero con nerviosismo. No olvidaba lo que había hecho.
—¿Pudiste preguntarle por eso?
—No tuve el valor para hacerlo.
Ese día, cuenta Marcela, tomaron once junto a la hermana, la madre y sobrinos de Bustamante, quien hablaba de su reinserción, de sus ganas de surgir. Para entonces, vendía frutos secos y cabritas. El dinero, dice, siempre ha sido un tema central para Bustamante: recuerda escucharlo soñar con comprar propiedades, invertir en bienes a los que no tenía acceso, o conversando por teléfono con conocidos impostando una mejor situación económica de la que tenía. El dinero, agrega Marcela, siempre le era escaso.
—Yo creo que esos momentos de ira que tiene se dan por ambición. Él siempre trataba de demostrar aires de grandeza, pero yo le decía que para eso tenía que trabajar. Yo pensé que por su prontuario iba a volver a delinquir.
Por eso se alegró, dice Marcela, cuando lo vio trabajando como guardia o vendiendo desayunos en la feria. Con el dinero que conseguía, fue ampliando la pequeña habitación de vulcanita que tenía anexa a la casa de su madre. Construyó una cocina, un baño, un dormitorio. Cierta estabilidad económica vino acompañada de breves relaciones de pareja que a Marcela le costaba comprender.
—Él tiene esa facilidad de envolver a la gente. Me daba cuenta por el tema de sus parejas. Porque, claro, imagínate, ¿cómo convences a una mujer de tener una relación, una vida marital, sexual o lo que sea, siendo que saliste de la cárcel hace poco por un asesinato doble? Tiene esa facilidad de envolver a la gente.
Aunque con Denisse Llanos, la madre de Ámbar, explica Marcela, fue distinto. Según ella, entre ambos había una complicidad que no había visto en las otras relaciones que Bustamante mantuvo desde su libertad en 2016.
—Con ella congeniaba bien. Andaban para todos lados juntos. Trabajaban juntos. Yo los veía bien, haciendo una vida de familia, porque el hijo de Denisse también vivía ahí.
—¿Conociste a Ámbar en esas visitas a la casa?
—No, la verdad es que yo nunca conocí a esta niña. A raíz de lo que pasó, empecé a saber de ella. Efectivamente, ella iba todos los meses a buscar su pensión, pero siempre de la puerta hacia afuera. Mi familia paterna me ha dicho que esta niña era como muy explosiva, que siempre escuchaban peleas con su mamá. Al hijo sí lo conocí, porque él pasaba mucho tiempo con la familia de mi tía y con mis primos más chicos.
—¿Cómo era tu padre en las reuniones familiares que tenían?
—Alegre. De compartir, de tirar la talla. A mí siempre me decía: “Oye, yo no sé si eres hija mía, tu mamá me dijo que eras hija mía, nomás, pero no nos parecemos en nada”. Siempre tiraba tallas como esa. Yo se las devolvía y le decía: “Capaz, po', porque yo soy demasiado inteligente para ser hija tuya”.
—¿Lograste tomarle cariño?
—Sí, se podría decir que sí. Porque, imagínate: yo, por ejemplo, tuve covid-19 y él hizo una colecta para ayudarme, con la familia me mandaban plata, mercadería. De repente, no sé, miro las noticias y no puedo creer que sea la misma persona que tuve al lado. Es una persona que desconozco. Porque nunca lo vi agresivo, nunca lo vi fuera de sí, ni con algún tipo de esas conductas.
—¿Sabes si mantuvo algún tratamiento psiquiátrico durante este tiempo?
—Tengo entendido que sí. Una vez vi que tenía ácido valproico. Él me comentaba que le daban ese tipo de pastillas y una vez me mencionó que tenía que ir a médico para seguir con el tratamiento. Estaba preocupado de eso, pero no sé hasta qué punto, porque no estaba haciendo un buen uso de sus medicamentos.
Ámbar
Sábado 1 de agosto. Marcela dice que recibió un llamado de una de sus primas alertándole que la PDI estaba en la casa familiar, un terreno de varios metros cuadrados donde Hugo Bustamante, su hermana y su madre tienen sus casas. Marcela dice que se vistió, pidió un auto y llegó a la casa. Lo primero que vio, dice, fue a su padre con las pupilas dilatadas, balbuceante, con una cerveza en la mano mientras la PDI revisaba su casa buscando pistas de la desaparición de Ámbar Cornejo.—Yo subí, porque Denisse estaba muy nerviosa —dice Marcela—. Cuando llegué, mi papá y la Denisse estaban drogados en clonazepam. En un momento una funcionaria de la PDI pidió hablar con la Denisse, y con mi prima la fuimos a buscar, pero ella no se podía parar. “No, en esas condiciones no podemos hablar con ella”, dijo la funcionaria. Creyeron que estaba borracha, pero les dije que no, que habían tomado clonazepam por el nerviosismo de la situación. La Denisse era un estropajo, no podíamos mantenerla en pie. La senté en un lugar en el patio, le di café. Después la llevamos a acostarse a su pieza.
Cuando entraron a la casa para acostar a Denisse, recuerda Marcela, Hugo Bustamante ingresó con ellas y se sentó en un sillón. En el mismo living donde cinco días después la policía encontraría el cuerpo de Ámbar descuartizado al interior de tres coolers, ubicados de cabeza bajo láminas de cholguán, cera con olor a parafina, 80 centímetros de tierra y el piso de madera sobre el que ella estaba parada.
—Se sentó en ese sillón y me miraba —recuerda Marcela—. Me decía que él era la peor huevá de padre que yo hubiese podido tener. Que no merecía que yo estuviera ahí, que yo siempre había sido la niña de sus ojos, que no se iba a perdonar nunca lo que me había hecho. Y balbuceaba cosas que en su momento no me hacían mucho sentido.
—¿En el fondo crees que te estaba pidiendo disculpas por lo que había hecho con Ámbar?
—En ese momento lo asocié a lo que ya había pasado anteriormente.
—¿Qué le dijiste cuando comenzó a hablarte así?
—Le dije: “¿Qué vas a hacer sentado ahí?, mira la hora, el frío que hace”. “Déjenme aquí”, dijo y se puso a tomar. No me paraba de mirar. Estaba con lágrimas. Mi pareja también estaba conmigo y me pidió que lo dejara ahí, que estaba curado, drogado. Lo sentí como con pena, con angustia.
—¿Viste algo extraño en la casa? ¿El piso no te pareció recién cambiado?
—La verdad es que no vi ningún arreglo en la casa. Era el mismo piso que veía desde que empecé a ir para allá. No vi nada anormal. O quizá, por las circunstancias, no me percaté si él había cambiado algo. Nunca me imaginé que esa niña estaba ahí y si me pongo a pensarlo más fríamente, estuve arriba del cuerpo de esa niña.
—¿A pesar que la PDI no obtuvo resultados ese día, no hubo nada que te hiciera dudar de tu padre?
—Hubo algo. Un momento en que él le dijo a la Denisse: “Vo' me traicionaste”. Creo que él debe haber pensado que la Denisse ya había hablado. Yo lo escuché y le dije: “¿De qué traición estái hablando?”. Se quedó callado. Agachó la cabeza y no habló más. Dentro de mí, pensé: “Estos tienen algo que ver. Estos huevones algo hicieron con esta niña”.
—¿Cómo era el comportamiento de Denisse durante esos días?
—Estaba más preocupada de lo que podía pasar con Hugo. No trató de buscar a su hija o de hacer contacto con gente que la conociera. Eso era raro.
Esa noche, Marcela durmió en la casa de su tía. Al día siguiente, dice, y como uno de los familiares estaba de cumpleaños, realizaron un almuerzo en el que Hugo Bustamante no estuvo presente. Horas antes, explica, su padre había salido con la excusa de cotizar materiales para construcción en una tienda de Villa Alemana. Como lo hacía cada vez que salía, Bustamante evitaba transitar por la calle para no cruzarse con gente. Prefería hacerlo por la quebrada que hay frente a su casa, donde un grupo de vecinos realizaban uno de los tantos barridos que hicieron tratando de ubicar algún rastro de Ámbar. Cuando lo vieron, dice Marcela, comenzó un cruce de palabras. Ellos salieron y se enfrentaron a gritos.
—¿Ni él ni Denisse tuvieron intenciones de sumarse a la búsqueda durante esos días?
—No.
—Y ustedes, ¿por qué no lo hicieron tampoco?
—La verdad, la misma gente de la PDI me conversaba y me decía que la niña no era primera vez que desaparecía; entonces, fue como “ya, la madre le pasó plata, quizá se fue a carretear, quizá anda por ahí”. Porque igual habían transcurrido pocos días de su desaparición.
Más tarde, ese mismo día, personal de la PDI volvió para continuar con las pericias.
—No encontraron nada —dice Marcela—. Entonces fue como pucha, si PDI no encontró nada, ¿qué pruebas tengo yo? Igual en su momento me acerqué a Bustamante y le dije: “Hugo, ¿tú tenís algo que ver en esto?, por favor dime la verdad, confía en mí, y si necesitas ayuda yo te la voy a dar, pero por favor confía en mí”. “Nooo”, me dijo, “imagínate si hubiese pasado algo, tú sabís que aquí vive mi mamá, viven mis sobrinos, hubieran escuchado algo, visto algo, imagínate si me hubiese llevado un cadáver de aquí. Me hubiese visto medio mundo”. Después empecé a sacar conclusiones: esto fue un 29, día miércoles, donde mi abuela no estaba, mi tía estaba en la feria, solamente estaban mis primas chicas, con su hijo, y con sus hermanos chicos; entonces, y por la hora a la que fue la niña a buscar la plata, deben haber estado durmiendo. Si pasó algo, ellos no se enteraron.
Minutos antes que Marcela compartiera esta respuesta con “Sábado”, el padre de Ámbar, Ulises Cornejo, en su primera entrevista en televisión apuntó no solo a la responsabilidad de Bustamante y Denisse Llanos. Según él, la familia de Hugo Bustamante también debe caer con él.
—¿Escuchaste esa declaración?
—Sí. Creo que el papá de esta niña habla desde su dolor, para buscar responsables. Mi abuela, mi tía, mis primas, no tienen nada que ver en esto. Yo igual lo entiendo. En un momento dentro de mí estuvieron las ganas de poder ayudarlo e ir con una demanda en contra de Denisse, porque de verdad a mí nadie me saca de la cabeza que esto lo planificaron los dos.
—De todas maneras, ¿comprendes que haya dudas sobre eso, tomando en cuenta la violencia que se requiere para lo que hizo tu padre?
—Es que claro sí, no sé. Quizá en qué condiciones entraron a esa niña a esa casa. No me lo imagino. Aparte que esta niña no entró sola, si no acompañada de alguien conocido de la casa, o por Denisse, que es lo más lógico, porque no creo que si el Hugo le decía que pasara ella hubiera entrado.
—¿Cómo crees que vas a vivir con esta historia a cuestas?
—Es que lo que pasa es que no me siento responsable de nada. Estuve en el momento equivocado en esa casa. Lamentablemente se dio la coincidencia de que las dos veces que hizo eso, yo estaba presente en su vida. Si te pones a pensar, Ámbar era una niña. Independiente que todos dijeran que la cabra aquí, que allá, era una niña. Y su vida no merecía el final que tuvo.
La hija del asesino
El teléfono de Marcela no paró de sonar el día en que el cuerpo de Ámbar fue encontrado. Su pareja le ofreció ir a buscarla a su trabajo, pero ella prefirió quedarse. Cuando llegó a su casa, su madre la estaba esperando sentada en el living de la casa. Marcela la abrazó y comenzaron a llorar. Desde entonces se ha mantenido en contacto con su familia paterna. Después del hallazgo, y amenazados por vecinos, abandonaron sus casas y hoy viven en la parcela de un cercano. Marcela cree que nunca más podrán regresar al barrio.Ella dice que ha dejado de comer y que en su casa el televisor permanece apagado la mayor parte del día. Evitan mirar noticias y han tomado medidas para que sus dos hijos no revisen publicaciones en internet.
—Aunque el más grande ha visto a su tata Hugo en la tele —cuenta Marcela.
—¿Y sabe lo que pasó?
—Sí, pero como que se encierra en su mundo, en sus videojuegos, en sus cosas de niños.
—¿Cómo crees que vas a enfrentar el momento en que te pregunten por su abuelo, cuando tengas que contarle esta historia?
—Tengo un muy buen ejemplo de madre que es mi mamá. Yo nunca crecí con mentiras. Entonces pretendo hacer lo mismo con mis hijos. No ocultarle las cosas, porque creo que sería mucho más doloroso que se enteren por otro lado y no por su mamá. Yo llevo su apellido. Ellos también llevan su apellido. En algún momento lo voy a tener que afrontar y contarles la verdad.
A pesar de eso, explica, Marcela está planificando cambiar su apellido para disminuir las probabilidades de ser vinculada con Hugo Bustamante.
—¿Qué confianza crees que le doy a una persona si estoy postulando a un trabajo? Llevo un apellido manchado, porque él lo manchó. Obviamente llevo su sangre, pero quiero sacarme eso de encima.
—¿Logras comprender por qué tu padre se ha visto involucrado en estos crímenes?
—No. Él evidentemente tiene un probema psicológico. Quizá tiene que ver con su ambición. Pero estamos hablando de mutilar un cuerpo. Más encima ahora, en los antecedentes aparece que violó a esta niña. Es algo que no tiene ninguna explicación, ni lógica. Solamente una mente enferma es capaz de participar en algo así. Él y Denisse son un par de enfermos.
—¿Qué crees que fue lo que falló en el caso de tu padre? ¿Nunca debió obtener la libertad condicional o necesitó también más y mejor ayuda para no verse involucrado en algo así nuevamente?
—El sistema judicial falló. El tema fue que había demasiados presos y tenían que hacer cupo para los nuevos. Pero estamos hablando de una persona que cometió un doble homicido. No estamos hablando de una persona, entre comillas, digna de andar por la calle. Mi padre no merecía estar libre. Por el bien común. Por él y por la gente que lo rodeaba.
—¿Tienes miedo a que su comportamiento sea hereditario?
—No. La crianza que yo tuve no tiene nada que ver con la suya. Somos personas distintas. Y la crianza que le he dado a mis hijos tampoco tiene nada que ver.
—¿Crees que en el futuro puedas recuperar un lazo con él? ¿O quizá pedirle alguna explicación?
—No. Con esto ya no. Si él hubiera querido aprovechar la oportunidad que le di como hija, y que le dio su familia, ¿tú crees que hubiera hecho lo que hizo? Mi interés no es volver a verlo, no es volver a tener contacto con él. Con lo que que hizo perdió su familia, perdió todo.
—¿A ti también?
—Sí. Para siempre.